En las cercanías de Yaguachi, provincia del Guayas, corre un río habitualmente apacible, silencioso: el río Bulubulu. Durante el invierno, cada año, su caudal crece y lo inunda todo, a punto de volverse incontrolable. Este paisaje vive prendido en el alma de la gente montubia nacida en los alrededores. En el seno de esta comunidad nació el general Pedro J. Montero. De carácter sereno pero firme, muy joven se lanzó a la acción revolucionaria detrás de la bandera de Eloy Alfaro, y fue ganando sus galones en cien combates que le obsequiaron el título de el “Tigre de Bulubulu”, por su astucia y su bravura, en época en que el jaguar (el tigre americano) señoreaba en esas montañas tropicales.
Gracias a la confabulación de Leonidas Plaza Gutiérrez, liberal de derecha integrado a los terratenientes de Quito por sus vínculos matrimoniales; y los curuchupas (los conservadores), el oligarca guayaquileño Emilio Estrada fue encumbrado al solio presidencial en agosto de 1911. Las turbas oficialistas saquearon Quito, asesinaron a centenares de pobladores, violaron a incontables mujeres. Alfaro salvó su vida con el apoyo de diplomáticos que le condujeron a una embajada, y desde allí, otra vez, al exilio. Poco después moría Estrada y se encargaba del poder Carlos Freile Zaldumbide, que junto con Plaza, empaparía sus manos con la sangre de los mártires de enero de 1912.
Duro en sus convicciones, llevado del afán de preservar las conquistas de la Revolución Liberal, Montero se levantó en armas, se declaró Jefe Supremo en Guayaquil y llamó a Eloy Alfaro para que se hiciera cargo del poder. Se encendió una guerra civil de proporciones nunca vistas. Alfaro, ya en el país, declaró reiteradamente que no tenía intenciones de volver al poder. Asumió la jefatura con el exclusivo fin de buscar la paz.
Derrotado Montero, con la garantía de los cónsules de Estados Unidos y Gran Bretaña, se firmaron las Capitulaciones de Durán, que garantizaban la libertad y la vida de los generales vencidos. Plaza y Freile violaron inmediatamente los acuerdos aprobados por ellos y comenzó la cacería en Guayaquil. Fueron apresados los generales que secretamente habían sido condenados a muerte. Al general Pedro J. Montero se le realizó un consejo de guerra en la Gobernación, sin abogados defensores ni testigos de descargo.
Allí se le condenó a largos años de prisión, pero en las mismas barbas de los jueces militares, los conspiradores lo asesinaron a tiros, arrojando el cadáver desde un balcón hasta la calle donde lo esperaba una horda de caníbales previamente preparada. Montero fue decapitado, se le extrajo el corazón, le mutilaron los órganos genitales que se lanzaban unos a otros en medio de estruendosas carcajadas, para finalmente prender con los despojos del “Tigre de Bulubulu” la primera hoguera en la Plaza de San Francisco. Era el 25 de enero. Esa misma noche Eloy Alfaro y sus tenientes eran embarcados en el tren con destino a la muerte. Tres días después, hace cien años, otra jauría de bestias feroces los despedazaba en la capital y las manos de la contrarrevolución encendía en El Ejido la “Hoguera Bárbara”.