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El Telégrafo

El sueño de Madiba

29 de junio de 2013

Hace días que no abre los ojos. Su familia lo acompaña, con un amor reforzado por el de millones que, en todas partes, le dedican pensamientos y buenos deseos. A sus 94 años, Madiba comienza a descansar. En su semblante sereno y hermoso hay paz e incluso se esboza una sonrisa. En ese sueño, que precede al definitivo, Mandela ve desfilar su vida, desde los años de infancia cuando, descalzo,  recorría las llanuras de su tierra natal junto a su familia paterna y vuelve a ver el rostro de Made, su madre, tercera de las cuatro esposas del padre, quien le recordaba que era bisnieto de un rey, mientras recibía lecciones de vida de sus mayores en la tribu Xhosa a la que pertenecía.

No hay en él amargura,
pero no olvida la matanza
de Sharpeville, en la
que fueron asesinadas
69 personas negras
Recuerda a su padrino, a cuya vera inició sus estudios, hasta culminarlos en 1942 al recibirse  como abogado. Cuando rememora ese lapso, hay un rictus en su frente, porque entonces  inició su larga lucha, al abrir el primer bufete de juristas negros junto a sus compañeros, que lo serán de vida y combate: Oliver Tambo y Walter Sisulu. Evoca los rostros de sus compañeras Evelin Mase, Winnie Nommaza y Graca Machel, y de sus 6 hijos, 17 nietos y 14 bisnietos. Piensa que la prisión le robó, no solo 27 años de vida, sino la infancia y adolescencia de sus descendientes, que recién lo conocieron en 1990 cuando recobró la libertad.

No hay en él amargura, pero no olvida la matanza de Sharpeville, en la que fueron asesinadas 69 personas negras.  A partir de entonces abjuró de la resistencia pacífica de la que era preconizador, comprendiendo que solo la lucha armada devolvería los derechos a su pueblo. Por eso creó y fue jefe del grupo secreto “Lanza de la nación”, brazo armado del Congreso Nacional Africano, en el que militaba desde varios años atrás. Fue declarado terrorista -incluso por la ONU- y pasó a la clandestinidad, hasta ser detenido y condenado a cadena perpetua.

Jamás se borró de su mente la isla  Robben donde, como preso 466/64, vio pasar 18 años, en los cuales perdió a su hijo mayor. Día tras día picando piedra en una cantera, sometido a provocaciones y rigores sin cuento y 10 años más en Polismoor, de donde lo arrancó la campaña mundial de solidaridad, para entregarlo a su pueblo, al que había devuelto la libertad, con el fin del apartheid.

Los premios recibidos, incluso el Nobel, importan poco, igual que la presidencia. Piensa que ya es hora de partir y que su misión fue cumplida. Pronto descansará en Qunu -para siempre- y será tan libre como en su feliz infancia.

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