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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

El sentido práctico de la publicidad

04 de febrero de 2015

Después de todas las consideraciones y enfrentamientos relacionados con la campaña particular contra el femicidio de la concejala Carla Cevallos, del Distrito Metropolitano de Quito, cabría plantearse una sola pregunta: ¿para qué sirvió?

Y que no se malentienda, porque no se trata de censurar per se el uso de una palabra que generalmente funciona como un insulto en el habla popular, y también como una interjección que puede significar asombro o algo parecido al inicio de ciertas frases de la conversación normal. Por ende, no se trata de aupar la pacatería de ciertos sectores que corrieron a firmar la convocatoria de la ultracatólica organización Citizen Go contra el uso de la palabrita de marras en vallas publicitarias a la vista de todo el mundo.

Se trata más bien de preguntarse, más allá del impulso o la irreflexividad personal de quien la planteó, si realmente poner una consideración como ‘soy puta, y qué’ exhibiéndose en un lugar público consiguió lo que supuestamente se buscaba. Después de ver la valla… ¿alguien habrá reflexionado sobre el femicidio? ¿Algún hombre violento habrá decidido moderarse en el trato con sus semejantes hombres, niños y, sobre todo, mujeres y niñas? ¿Alguna persona habrá pensado en la tremenda injusticia que supone maltratar o asesinar a una mujer por el hecho de serlo o por alguna otra machista consideración?

No. Lo que se vio en redes sociales y lo que se escuchó en todo tipo de tertulias fueron muchas reflexiones polarizadas respecto del derecho a decir una mala palabra, el derecho a tener conductas que lleven a reunir méritos para ser calificada con esa palabra, el derecho a autodefinirse con la palabrita a partir de ciertas libertades personales. Y también las típicas discusiones sobre el insulto que muchas mujeres sintieron referido a ellas (no se entiende bien por qué) al pasar por la carretera y mirar la valla, el peligro de que los niños que ya están aprendiendo a leer miren la palabra impresa en una campaña social de interés público… y así. O sea, lo que se podría llamar un escándalo digno de mejor causa.

Aparentemente, el quid de una campaña social consiste en llevar, de manera persuasiva y agradable, al mayor número de personas, un determinado mensaje de concienciación. Esta campaña, ¿lo consiguió? Más allá del escándalo gratuito y de la idea de desenfado, ¿ayudó a reflexionar sobre una conducta violenta? ¿O sirvió más bien como un distractor para dejar de lado un problema grave y acuciante de nuestra  sociedad?

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