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El Telégrafo

El profeta

12 de octubre de 2013

Tiene un aire romántico, a pesar de la suciedad del pelo, largo y rizado como la barba, que le caen desmañadamente sobre la espalda y el pecho. La misma ropa debe servirle para todas las estaciones, pero el abrigo resulta excesivo con el calor, a pesar de los agujeros que traspasan la tela y la ligera brisa que corre en el Cerro Santa Ana. Una camisa que fue blanca, anchos pantalones atados con una cuerda y gruesas botas completan su indumentaria.

Y hay que reconocer la elegancia de sus gestos al beber los tragos de la botella, al mirar el horizonte que abarca con un ademán del brazo libre, como si fuera el infinito. Pero es el río lo que se ve desde el promontorio, y los preparativos para el mitin que se celebrará en el Malecón, las filas de sillas ordenadas donde ya se sientan algunas señoras ataviadas con grandes pamelas.

El hombre es ajeno a las celebraciones. Está demasiado ocupado hablando consigo mismo, aunque no puedo oír lo que dice. Parece declamar un discurso, pues hace gestos ampulosos ante un auditorio inexistente.

Acaso sea una plegaria. Porque está mirando el horizonte y más allá, donde desemboca el Guayas, y creo entender algunas palabras: dios, futuro, mundo libertad. Otras personas se han parado a su lado, mientras unos metros más abajo, las autoridades ocupan la tribuna. Nos emociona verlo allí, de pie junto a la ermita, balbuceando algunas protestas cuando lo detiene la policía. Ahora hay un silencio de respeto y lástima. Las palabras del profeta se las lleva el viento.

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