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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

El populismo islamista de Erdogan

12 de agosto de 2014

@mazzuele

Un año después de que las protestas del parque de Gezi causaran la ilusión de una ‘primavera árabe’ postergada en la península de Anatolia, la elección a Presidente de la República de Recep Tayyip Erdogan en el primer turno deja nuevamente en claro la resistencia de las actuales configuraciones políticas en Turquía. En efecto, el de Erdogan, premiado con el 52% de los consensos, es un ascenso. Un ascenso, además, que recuerda por ciertos aspectos el caso ruso y que promete repercusiones importantes sobre la arquitectura institucional del Estado.

Al igual que Putin de hecho, Erdogan, impedido por la ley de ser reelegido como primer ministro por cuarta vez consecutiva en 2015, ha optado por lanzarse a otro cargo, considerado como puramente ceremonial en el país. La apuesta, sin embargo, ha sido acompañada por la promesa de revisar los poderes a disposición de la Presidencia de la República, una maniobra que devolvería a Erdogan el papel de principal actor de la política nacional que ha venido ocupando desde 2003. Siguiendo el ejemplo ruso, se prevé que una persona de extrema confianza lo reemplace como primer ministro, una especie de Medvedev turco dispuesto a ceder espacio a favor de su mentor político y a pilotar el país en una transición desde el sistema parlamentario hacia el presidencial. Quizá esa persona pueda ser el viceprimer ministro Bulent Arinc, a quien hace pocas semanas no se le ocurrió mejor idea que regañar a las mujeres por reírse en público.

Así como lo señala este episodio, el país medio oriental más laico vive una época de oscurantismo, una curiosa mezcla de islamismo mal ocultado, neoliberalismo, autoritarismo y corrupción a la cual el todopoderoso Erdogan ha sometido a Turquía. La intimidación de las minorías, la progresiva islamización de la sociedad a través de medidas supuestamente moralizadoras, el desenfrenado protagonismo personal en la gestión del poder, la documentada violación de los derechos humanos durante las protestas del año pasado, la desaparición de la oposición en los medios de comunicación públicos, apuntan hacia un modelo que contradice muchos puntos de la tradición kemalista imperante en el país hasta la irrupción del Partido de la Justicia y el Desarrollo en el espacio político a principios de 2000.

La población –ese 50% enganchado por este potente híbrido ideológico– no ha cambiado de opinión ni siquiera frente al amplio escándalo de corrupción que ha salpicado el Gobierno, atribuido por Erdogan a una conspiración internacional, y solucionado a golpes de purgas en las filas de la Policía y del sistema judicial. Atraído por el mito del crecimiento económico y del progreso –logros de los cuales se jacta el flamante presidente, pero sin que estos hayan descendido de manera contundente hacia los sectores más desventajados–, el pueblo turco mantiene viva la ‘luna de miel’ con este populista conservador, cuyo irrespeto para los principios democráticos está progresivamente cambiando la cara del país.

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