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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

El poder de las víctimas

24 de septiembre de 2014

Siglos de humillación y vejaciones han dejado profundas huellas en el alma de los pueblos que las sufrieron. Desde que las relaciones laborales consistieron en que unas personas se aprovecharan del trabajo de otras hasta hoy en día esa huella de explotación ha permanecido en el espíritu de los trabajadores de todo el planeta. Los docentes y estudiantes, principales actores de la educación pública de nuestro país, guardan hondas lastimaduras por el descuido y los consiguientes perjuicios que el afán privatizador o la simple desidia acarrearon. Y es cierto que al estar tan enojados como dolidos por el sesgo de su destino pongan su energía en obtener o recuperar aquello que el ‘fátum’ o la historia trazaron de injusto y adverso en su existencia. Con igual violencia, con el mismo odio con que todo lo que era suyo les fuera arrebatado en un pasado a veces tan remoto que ya no se tiene noticia de él sino a través de la historia relatada por otros, una buena parte de aquellos condenados de la tierra decidió ir por la recuperación de sus fueros.

Pero resulta que, puestos a pedir, lo piden todo. Amparándose en el derecho que creen que les ha otorgado su antiguo dolor, suponen que son los únicos que pueden no solamente pedir o exigir, sino presionar, manipular y demandar, con recursos que van desde la súplica hasta la artería, no solo lo justo, no solo lo necesario, sino también lo suntuario de toda esta situación. No importa la destrucción de un bien común en donde actores que jamás tuvieron nada que ver en su despojo también se verán afectados. No importa que se intente organizar o reorganizar un país que también sufrió la ambición y la estulticia de un poder infinitamente más corrupto y sesgado que el que ahora pretende, de alguna manera y con las inevitables falencias y deslices, enderezar aunque sea una parte de los entuertos de un pasado mucho menos inocente. Lo que importa, lo que sigue importando, es pescar a río revuelto, exigir, emperrarse como niños, ampararse en una arcaica condición de víctimas para provocar desorden y caos hasta obtener alguna o algunas otras víctimas del lado que sea para seguir medrando de su proceso.

Un hombre sabio de nuestro tiempo ha dicho, y con razón, que “el sufrimiento no concede derechos”. Y sí. Porque cuando eso sucede, amparándose en esa falsa idea, las víctimas cruzan ese peligroso centímetro que las convierte en verdugos, y entonces se produce lo que incontables veces en la historia hemos visto que se ha producido.

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