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El Telégrafo

El ojo poético en el peregrinaje final

08 de mayo de 2013

Carlos Fuentes asevera que “un escritor conjuga los espacios, los tiempos y las tensiones de la vida humana con medios verbales”. Es decir, transmite sus ideas, emociones y ficciones a través de una realidad que tiene un pasado inicial, un presente latente y un futuro en pleno giro de construcción.

De alguna manera esta aseveración recae en la propuesta de la poetisa argentina María Ester Chapp, a través de sus libros “La sed” y “El ojo peregrino” (ambos con el sello de Ediciones El Mono Armado). Versos que decantan las ruinas de piedra, los vestigios rupestres predispuestos a la adoración, el Dios que habita en nuestros logros y derrotas, el enigma de la “tierra prometida”.

Poesía que transmite el holocausto de la humanidad, la crueldad desde los orígenes del hombre, los conflictos geográficos y mentales de las naciones entrelazadas por la historia, la identidad cuestionada desde sus laberintos, la existencia del ser increpada en cada amanecer, la luz y la sombra al filo de la desmemoria, la ceremonia del silencio en toda su plenitud. En caligrafía de María Ester: “… esa voz ajena y mía/ verbo sangrante/ se enhebra hoy como poema”.

Los espejos reflejan en imágenes elocuentes el exterminio entre hermanos, la locura de los ejércitos armados de odio y oscuridad. Pero también, en el sentido poético de María Ester Chapp, se escucha el canto esperanzador de John Lennon, se advierte el resurgimiento de Lázaro entre pájaros muertos, se invoca al alimento divino que permanece intacto en el desierto y en las Sagradas Escrituras, se esgrimen preguntas en la intemperie de la hoja y certezas en el largo peregrinaje: “Yo doy mi luz/ cuerpo destello/ una visión/ en el violeta/ un sonido primordial/ del cuerpo templo/… Yo guardo las señales del misterio/ escritura sutil/ cuerpo poema”.

Miradas lobas reaparecen en los textos mientras las llamas arden y se agitan. La ciudad de Buenos Aires “barco a la deriva”, o cualquier metrópoli del mundo perturba a la autora, quien redescubre la plenitud del templo que aguarda tras el blasón femenino: “la ciudad me desconcierta/ tengo sed/ pero un destello basta/ aromas leves/ aguas del gran espejo/ tan cerca la gracia/ un templo en el cuerpo/ algo de cielo/ en esta tierra”.

El mar, el árbol, el resplandor y el abrazo, la tarde de colores, el tren que viaja a la deriva, marzo tras la perturbación de la lluvia, las manos gitanas jamás leídas, el ruido poético de Antonio Gala, miradas propias y extrañas escondidas en el telón de las obsesiones, la mitad del orbe y su línea imaginaria, las máscaras que impiden acariciar lo diáfano de los días.

Al final, como afirma María Ester: “no es el poeta quien habla/ un torbellino lo circunda/ un cristal lo sostiene/ le dicta/ palabras brotan del relámpago/ como espasmos de la fuente inagotable/… no es el poeta quien habla/ es el gran ojo que recuerda”.

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