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El Telégrafo

El misticismo de Occidente (I)

30 de julio de 2012

La religión primitiva de Grecia estimulaba la fecundidad de la tierra, los animales y la gente. Durante el solsticio de invierno, los griegos animaban al Sol a no disminuir su ímpetu, y en el de verano, a que las cosechas fueran fructíferas. Los dioses griegos se distinguían de los hombres por ser más poderosos e inmortales.

Lo místico de la religión griega tiene que ver con el culto a Baco, hijo de Zeus y Semelé. En el rito báquico, descrito por Eurípides en las Bacantes, se estimulaba el éxtasis de las doncellas y matronas respetables, que se reunían para danzar noches enteras bajo la luz de la Luna y las estrellas, sobre la yerba desnuda, para así evadir las obligaciones duras de una civilización plena de hastío.

El ritual báquico les permitía ser poseídas por Baco, acto que llamaban entusiasmo, con lo que arrojaban de sí los complejos, eliminaban la prudencia y desataban las pasiones. En un inicio, este ritual era salvaje y los participantes despedazaban animales silvestres para devorarlos crudos. Más adelante, Orfeo, célebre teólogo, poeta y músico, lo modificó y le introdujo características espirituales y ascéticas.

Era hijo de Eagro, rey de Tracia, y desde muy joven recorrió Egipto, donde se inició en los misterios de Isis y Osiris. A su regreso a Grecia instituyó las fiestas de Baco y Ceres, enseñó a los griegos astronomía, perfeccionó la lira agregándole dos cuerdas, y su bella voz, unida a la dulce música que arrancaba a este melodioso instrumento, embelesaba al que la escuchaba; dicen que incluso la misma naturaleza se estremecía al son de su ritmo. 

Al fallecer su amada y joven esposa, Eurídice, se volvió inconsolable, descendió a las orillas del Estigia y suplicó por su retorno con un acento tan enternecedor que los habitantes del Ténaro lloraron su desgracia. El mismo Plutón, conmovido, permitió la partida de Eurídice bajo la condición de que Orfeo no la mirase hasta salir de los confines del Hades.

No cumplió esta condición el impaciente esposo, que luego de romper su promesa solo pudo estrechar entre sus brazos un halo de vapor y escuchar el profundo suspiro y el lamentable y eterno adiós de su amada, que le fue arrebatada de inmediato. Consumido de dolor, Orfeo se retiró al monte Rodope, donde vivió acompañado de animales salvajes, que domesticaba con sus cánticos, al mismo tiempo que hacía oídos sordos a las súplicas de todas las mujeres que vanamente intentaron conquistarlo.

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