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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

El martirio de Sarajevo

06 de enero de 2015

En una despejada madrugada veraniega me desperté y acudí a la cocina. Desde la ventana alcancé a ver una columna de tanques que procedía lentamente por la carretera principal de mi pueblo. Mi grito de espanto no tardó en difundirse por la casa. Tenía apenas 7 años. Afortunadamente, la guerra no salpicó mi país, ajeno al conflicto que acababa de gestarse, mientras el neonato país vecino, Eslovenia, logró salirse de las hostilidades en pocos días. Pocos kilómetros más allá, sin embargo, mis coetáneos no tuvieron la misma suerte: esas primeras escaramuzas fueron solamente el prólogo de un infierno que hubiera sacudido la entera región balcánica por casi una década.

Mi urbe natal, Trieste, no es solamente la ciudad de frontera con la ex-Yugoslavia, sino también el lugar en Italia donde el conflicto se advirtió con mayor fuerza, debido al flujo de refugiados y al tributo de sangre de tres valiosos periodistas locales perecidos mientras reportaban un conflicto tan cercano. A excepción de varias incursiones en Eslovenia y Croacia, no conocía los territorios más golpeados por la guerra y mi comprensión de aquellos acontecimientos era solo una confusa mezcla de recuerdos. Por eso, recientemente decidí dirigirme hacia aquellas tierras que apenas hace 20 años conocieron el abismo.

Quiero hablar en particular de Sarajevo, el epicentro y el lugar más representativo de una guerra fratricida. La ciudad es en sí una invitación a la reflexión, y no solamente por la curiosa conmixtión entre las culturas eslava y musulmana. Celebrada como ejemplo del multiculturalismo hasta la década del 80, la capital bosnia desmintió esa fama durante el sitio de Sarajevo, el asedio más largo en la historia moderna. El cerco al cual las tropas serbias sometieron a la ciudad lleva aún vistosas heridas en edificios agujereados y derrumbados, así como en las rosas de Sarajevo, las cicatrices dejadas por los morteros en el suelo y subsecuentemente manchadas de resina roja para recordar a las víctimas. Sin embargo, es en las trágicas biografías de la gente común donde las huellas son más profundas: una carga enorme para un pueblo que busca recuperar la normalidad tras un genocidio cometido en la década del 90 en pleno territorio europeo entre la indiferencia y la impotencia de la comunidad internacional.

Para acercarse al entendimiento de esa guerra, es menester rehusar las caricaturas orientalistas de los Balcanes, vistos como una tierra de locos salvajes, preocupados por fornicar, emborracharse o pelear. Curiosamente, incluso productos culturales provenientes de la misma región, como la famosa película Underground, de Emir Kusturica, fomentan esa representación sesgada. Es más bien preferible ubicar la génesis del conflicto en los juegos de poder -entre los cuales el designio de la ‘Gran Serbia’ constituyó la chispa más funesta- desatados por las élites locales huérfanas del lazo político representado por el mariscal Tito. En este sentido, el martirio de Sarajevo, y de Bosnia y Herzegovina más en general, representa una severa amonestación a los nacionalismos exasperados y a la política del odio, cuyo ejercicio ha conocido una tregua desde entonces, mas no una cesación completa.

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