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El Telégrafo

El imaginero de San Antonio

21 de septiembre de 2013

Una llovizna insistente caía sobre los tejados y sobre el ángel de piedra del parque, que perdió un ala con el tiempo. La noche no parecía áspera hasta que unos gritos desde la calle despertaron al escultor Alcides Montesdeoca, en San Antonio de Ibarra, en la década de los tumultuosos sesenta, del siglo pasado. Entreabrió la ventana. Afuera, un hombre de sotana clamaba ser oído.

El artista pensó en un robo, pero ante la insistencia abrió la puerta. El párroco tenía un rostro desencajado y la lluvia en su cabellera alborotada lo tornaba más deprimente. A lo lejos, el sonido de las campanas parecía ir más allá de los callejones, incrustados en las faldas del monte Imbabura. Un relámpago se escuchó a la distancia…

-Los indios casi me matan a pedradas, alcanzó a balbucear el clérigo. Después, más tranquilo, relató que venía del sector de Cajabamba, en Chimborazo. En una malhadada procesión, el santo de palo, San Antonio, aquel que batalló contra las tentaciones, había sufrido un accidente consistente en un brazo averiado y el rostro casi irreconocible.

-Tiene que salvarlo, le dijo el cura, con una voz suplicante pero impositiva.

Montesdeoca revisó el daño y, aunque no les dijo, comprobó que el santo estaba hecho de humilde palo de balsa. Habían engañado a los indiosAnte la insistencia de la obra pía, el maestro no tuvo más remedio que embarcarse, con lo más elemental de sus herramientas, hacia la profundidad de la noche. Cuando llegó a la Sierra central, los indígenas le prodigaron con gallinas, huevos, manzanas, como si fuera la fiesta de la Entrada de Rama, para asombro de los seminaristas de Quilmer. Montesdeoca revisó el daño y, aunque no les dijo, comprobó que el santo estaba hecho de humilde palo de balsa. Acostumbrado al tallado en finas maderas de nogal y cedro, supo que habían engañado a los indios como si se tratara de un relato más de esa denuncia que es el libro “Huasipungo”, de Jorge Icaza, donde aparece la tríada opresora: el patrón, el teniente político y taita cura.

Cuando terminó la labor, el santo quedó mejor que antes, merced al policromado y una que otra madera fina.

De pronto, un indígena de poncho rojo se hincó ante el maestro y le besó la mano, como símbolo de agradecimiento. Después, entre todos, sacaron al imaginero en hombros, como si él mismo fuera otro santo milagrero, ante la mirada atenta del cura, quien pudo respirar tranquilo pensando, acaso, en las futuras misas. Esta es una de las historias que relata Montesdeoca, de sonrisa amable, mientras mira de reojo a una Virgen de guedejas rojizas y de ojos tristes.

Esto a propósito del inicio de las fiestas de Ibarra, que también compete a esta singular parroquia, a escasos cinco minutos de la urbe fundada en 1606.

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