Publicidad

Ecuador, 01 de Octubre de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Nancy Bravo de Ramsey

El hombre que entregó su vida al pueblo

02 de septiembre de 2014

El anochecer ya se anunciaba. Era un poco más de las 6 y media de la tarde de aquel trágico 24 de marzo de 1980 en la ciudad centroamericana de San Salvador. El arzobispo de la palabra veraz y valiente, en  aquella urbe desgarrada por las guerras civiles, elevaba el cáliz en plena misa oficiada en la capilla del hospital Divina Providencia, que fue su hogar durante los tres años que duró su ministerio. Había llegado el momento de la consagración y, con él, el instante de la tragedia mayor. Sonó rotundo el ruido del disparo del arma del francotirador que con certeza hirió de muerte, en pleno corazón, a monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, arzobispo de la República de El Salvador, conocido entre el pueblo como el ‘Obispo de los pobres’ y como ‘La voz de los que no tienen voz’. Su fallecimiento fue inmediato, tiñendo de sangre el tapete bordado del altar en ese penoso Domingo de Ramos con que se iniciaba la Semana Santa.

En la capital del país aumentó entonces el desconcierto y la desesperación de los salvadoreños, tanto de quienes minutos antes habían colmado las naves de la capilla de la Divina Providencia, como de aquellos que se aterraban con los testimonios expresados entre sollozos, o por las noticias entregadas a través de diversas radiodifusoras, que repetían con frecuencia las palabras del recién asesinado arzobispo Romero, a quien pocos días atrás le habían hecho conocer que se encontraba en la lista de los que iban a ser eliminados en la siguiente semana. En toda la República de El Salvador y en el resto del mundo resonó en el recuerdo lo dicho por el arzobispo Óscar Arnulfo Romero en sus frecuentes homilías, quien solo un día antes de su muerte pronunció estas duras palabras:

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la guardia nacional, de la Policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, ¡les ordeno! ¡Cesen la represión!”.

¿Quién fue este hombre a quien el mundo admiró tanto por su decidida predicación en defensa de los  derechos humanos? ¿Quién era este sacerdote que defendió con tanto ahínco “la opción preferencial por los pobres”? ¿Y quién fue este arzobispo con vida de asceta, que fue nominado al Premio Nobel de la Paz en 1979, y que en 1994 su sucesor, Arturo Rivera, abrió una causa para su canonización? Tan solo el enfrentarse con su enardecida palabra a los más poderosos, en defensa de los desposeídos, mueve a la mayor admiración. Nacido en Ciudad Barrios, República de El Salvador, el 15 de agosto de 1917 en el seno de una modesta familia conformada por Santos Romero, telegrafista y empleado de correos, y Guadalupe Galdámez.

Siempre debió enfrentar situaciones difíciles y arriesgadas, en tiempos cuando El Salvador se desangraba viviendo serias confrontaciones armadas entre el Ejército, la Policía y los escuadrones de la muerte, por un lado, que acosaban y perseguían a los guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), y a todos quienes hacían oposición al Gobierno. Se calcula que durante los años del conflicto, que en esta ocasión se inició en la década del 70, el número de víctimas llegó a 75.000. Y una de esas víctimas fue Óscar Arnulfo Romero.

Contenido externo patrocinado