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El Telégrafo

El destino de los poderes imperiales

03 de mayo de 2013

Los siglos XIX y XX son, sin duda,  las etapas del devenir de la humanidad que reestructuraron  el orden mundial, aquel que subyace hasta nuestros días. Grandes imperios, como el español, paulatinamente sucumbieron bajo la llamarada de la emancipación americana, a partir de 1809. De igual manera, en la centuria del XX los imperios austro-húngaro y ruso se extinguieron, el primero bajo el influjo de la derrota de la primera conflagración mundial, y el segundo borrado  por el empuje de la insurrección bolchevique. También el otomano devorado por los  nuevos “conceptos” coloniales de civilización de Inglaterra y Francia. La revolución industrial, que solventó  el sistema capitalista y con ello el período de la primera modernidad, dibujó el mapa de los países hegemónicos que en el Congreso de Viena, entre valses y mazurcas, decidieron repartirse la tierra, asumir el poder total a través de colonias y protectorados, especialmente en África y Asia.

El aparente atraso productivo y tecnológico de las naciones conquistadas a sangre y fuego y con falacias como la “guerra del opio” posibilitaron el saqueo de los recursos naturales de esas naciones conquistadas y satisficieron la codicia y el enriquecimiento de las potencias europeas. Los monarcas británicos lo eran también de la India y de otras tierras. El presidente de Francia gobernaba en Indochina y en buena parte del territorio africano compitiendo con sus socios ingleses que tenían la otra. Los dominios de los entes coloniales abarcaban los dos hemisferios, empero, sus propias ambiciones y contradicciones por mercados y supremacías nacionales y el temor reverencial a los cambios sociales los llevaron al abismo de dos enfrentamientos bélicos mundiales; en el segundo la erupción de la muerte cubrió casi todo el Viejo Continente y sus mares. En el Pacífico -el océano que dos principios expansionistas querían para sí: Japón y EE.UU.-, por primera vez el hongo atómico destruyó ciudades; los mayores enfrentamientos que registra la historia en los diferentes escenarios del conflicto causaron el deceso de millones de personas que sucumbieron, no solo en los combates, sino también de hambre y necesidades.

El holocausto de judíos, gitanos y población civil de los conglomerados ocupados por el imperio nazi–fascista, aplastado por el Ejército Rojo hace 68 años, conmovió al orbe. El novecientos con figura de tigre con dientes nucleares es una época de sentimientos encontrados, pues permitió la descolonización de la mayor parte del mundo, pero no logró la paz y la justicia anheladas. En nuestro continente existieron anhelos imperiales, por ejemplo en el querido México, que fueron efímeros:  el de Iturbide y el de Maximiliano, liquidado por Benito Juárez y su pueblo.

Un rey portugués autoexiliado en Brasil se proclamó emperador de ese bello territorio sudamericano, de su mandato se recuerda poco. El Libertador Bolívar jamás tuvo afanes imperiales y más bien alertó sobre sus peligros cuando sentenció sobre aquellos “destinados por la Providencia para colmar de males a la América liberada”. Sin embargo, después de la desaparición de nuestros próceres y la “balcanización“ de la Patria Grande existe un gran poder, considerado el mayor de todos, que en el pasado nos quiso enseñar libertades a palos y a tiro limpio, que realizó desembarcos de “marines” en varios países de Centroamérica y dejó entronizados en esas desdichadas patrias a verdaderos chacales, hambrientos de sangre y dinero, como Trujillo, Batista, Somoza y a otros “tachos”; y que protegió a dictaduras oprobiosas y genocidas, como las del Cono Sur, del subcontinente y que por razones que parecen inconfesables es aliada  de la escoria política que flota todavía y no de los regímenes que quieren construir democracias pluralistas donde los mandatarios son las masas populares, que despliegan políticas de desarrollo adecuado buscando el bienestar en educación y salud para las mayorías y edificando infraestructura científica y tecnológica propia.

Es penoso que esto suceda, pero parece imposible que pueda reconocerse que no somos el patio trasero de nadie y que a los latinoamericanos solo nos queda seguir nuestro propio camino, aunque los ricos y poderosos hayan secuestrado a Dios.

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