Las informaciones todavía no completan y explican todo el problema ocurrido el fin de semana entre taromenanes y waoranis. En lo fundamental, en términos occidentales, es una venganza de los segundos contra los primeros por la muerte de una pareja waorani ocurrida el 5 de marzo último. Hasta ahí lo noticioso.
En lo neurálgico, hay un complejo problema que difícilmente podrá encontrar soluciones o salidas desde el mundo mestizo y/o del mismo Estado, porque se trata de grupos humanos situados en su propia dimensión temporal, histórica y geográfica. De hecho, hay más preguntas que respuestas, aunque ciertos sectores señalan que lo ocurrido el fin de semana es una responsabilidad compartida por el Estado, las organizaciones indígenas, las autoridades de las comunidades y de los gobiernos autónomos descentralizados de la zona y de organizaciones no gubernamentales que trabajan con estas comunidades.
A pesar de todo ello, que no es cuestión solo de echar culpas sino de abordar el problema en toda su complejidad, también está en juego la sobrevivencia de un pueblo auténticamente ecuatoriano, amazónico y latinoamericano. La masacre, de ser cierta, conlleva la desaparición de un pueblo ya en vías de extinción por múltiples factores y causas. Y eso ya es motivo de preocupación y de abordaje social y estatal, independientemente de aquellos conceptos y criterios de algunos opinadores que piensan: “allá ellos”, “por eso se llaman no contactados”, etc.
No es un asunto policial ni menos que debe colocarse en las secciones de crónica roja. En la práctica es la desaparición de un patrimonio fundamental de nuestra sociedad, ahí sí diversa, intercultural y plurinacional. Por lo mismo, su abordaje es de carácter colectivo, pero de modo urgente para encontrar una respuesta oportuna e inteligente.