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El Telégrafo

El carrusel de la contratación pública

09 de febrero de 2012

Para nadie es un secreto que la corrupción en la contratación pública ha sido cosa de siempre, al punto que se conoce a ciencia cierta que la asignación de contratos está tarifada y que los contratistas no hacen estas denuncias por temor a quedar  fuera del mercado de los contratos con el sector público.

Para corromper no solo se necesitan dos, si incluimos a las autoridades que, por negligencia o falta de ética, dejan de emprender una lucha frontal contra esos carruseles de la contratación pública.

Hay que ver cómo desmantelar esas redes, en su mayoría de cuello blanco, para evitar el desmedro del erario ecuatoriano;  ya que esos rubros, sin importar el nombre contable que se les dé, hacen parte de la estructura de costos de los proyectos. No basta con denunciar un acto de corrupción ni desarticular una red, hay que emprender una reforma estructural que impida la subjetividad en la asignación de contratos a través de procedimientos claros, pues casos como los estados de excepción y las declaratorias de emergencia se prestan para adjudicaciones a dedo en los cuales no media el concurso y la transparencia brilla por su ausencia.

El año pasado tuve la oportunidad de entrevistar al Ing. Hermel Flores, presidente de la Cámara de la Construcción de Quito, con quien analizábamos las reformas planteadas al Código Orgánico de Contratación Pública, y ese día él tuvo la valentía de denunciar la existencia de verdaderas redes que conformaban todo un carrusel de contratación pública e hizo un llamado a las autoridades para que realizaran la correspondiente investigación y a los contratistas para que denunciaran a los funcionarios corruptos.

Esta denuncia fue recogida por la Secretaría Nacional de Transparencia,  por el Ministerio del Interior y por el Consejo de la Judicatura,  que iniciaron de inmediato un proceso de investigación que ha logrado el desmantelamiento de una red de funcionarios y contratistas que supuestamente operaba en diferentes municipios y, aparentemente, hasta en el propio Consejo de la Judicatura.

Esto no puede terminar con un despido masivo; si queremos recuperar la fe en el manejo de la cosa pública, debemos saber que, más allá de operativos de inteligencia, necesitamos procesos que blinden la transparencia de los contratos, con sanciones penales duras, sanciones administrativas que inhabiliten al corrupto para ejercer cargos públicos y sanciones sociales que le condenen y repudien.

Los gobiernos deben entender que destapar ollas podridas, sin importar el “peso” del sujeto denunciado, no pone en riesgo su estabilidad, sino que más bien les fortalece. Sería una estupidez pretender incluir un proyecto legal donde se exima de repetir contra aquellos funcionarios que por negligencia o por actos positivos hayan perjudicado al Estado, pues sería sentar el peor de los precedentes.

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