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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

El aula: laboratorio de conocimientos y valores

14 de abril de 2015

La sociedad se sumerge en gran medida -como efecto de la incontenible ola globalizadora- dentro de un comportamiento amoral y de una actitud mezquina maquinada por un sistema político-económico, en donde a nivel mundial crea riqueza para luego concentrarla en pocas manos, en detrimento de un considerable porcentaje poblacional. La sociedad, en suma, se hunde en una competencia irracional en donde “el hombre se vuelve lobo del hombre” -en palabras de Thomas Hobbes-, atiborrando de mensajes subliminales que degeneran a sus integrantes en simples rebaños del capitalismo.

Es en esta circunstancia comunitaria, en donde la educación se erige como una de las formas esenciales de la liberación del pensamiento y de la apertura del raciocinio, así como lo son la cultura y el arte. La educación es la manera idónea de conocer hechos y cosas nuevas y de interpretar los procesos fenomenológicos sociales. La sabiduría se difunde con la pasión y la razón del maestro(a). En las aulas, el compromiso es el de enseñar y elevar el conocimiento individual, aplicando el respeto de los derechos humanos en todos los niveles educativos.

“La clase no es un auditorio para los alumnos ni una tribuna para el profesor. Es un taller en el que se piensa, debate, manipula, investiga, construye”, dice Oliveira. Es decir un laboratorio intelectual participativo donde la diversidad de criterios y la disertación de comentarios sean la fuente primaria de crecimiento humano. La divergencia se constituye en un puente que habilita el consenso posterior entre seres pensantes. El derecho a disentir y criticar es el elemental ejercicio que el educador(a) plantea a sus educandos. Los niños(as) y jóvenes tienen que levantar la voz con una visión reflexiva, para que su eco se multiplique con otros enfoques de criterio, desterrando la pasiva y cansina conferencia “magistral”. La heterogeneidad étnica, sexual, religiosa e ideológica debe ser aprovechada de forma adecuada, aceptando las inevitables diferencias, sin que la exclusión y discriminación se apropien de las entidades de formación académica.

Elevar el ánimo del estudiante con estímulos necesarios, es propender un ambiente apropiado en la enseñanza. El entorno escolar pretende amabilidad y afecto. El profesor(a) es un amigo(a) que denota confianza y seguridad hacia sus alumnos(as), por lo que la disciplina no debe confundirse con maltrato o actitud represiva. Dejar que las alas del educando se extiendan es dejar que el pensamiento humano se impulse hacia el infinito. El derecho (o los derechos) que posee el estudiante para desarrollar sus capacidades y habilidades tiene que ser apreciado en alta medida en los centros de educación, ya que de ahí parte la intencionalidad de reformular la conducta ideal del presente y futuro ciudadano(a). Pero tal reformulación no tendría razón de ser sin la inclusión de valores, como la honestidad, solidaridad, puntualidad, equidad, los mismos que se anteponen a los antivalores imperantes: individualismo, ambición desmedida, materialismo, rivalidad, envidia, corrupción, egoísmo.

La práctica transparente de los actos en la vida sólo se alcanza con la impronta de recursos éticos forjados en el hogar, y, también en las aulas. El educador(a) enseña las asignaturas básicas para el conocimiento elemental del alumno(a), pero sobre todo, transmite la ética en la conducta particular.

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