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El Telégrafo

Despojos de la carne y rastro de luciérnagas

25 de septiembre de 2013

La poesía recoge y acoge interrogantes que van esparciéndose como una retahíla cuestionadora, como una bisagra que abre nuevos cauces en la insondable tarea metafórica. Es el caudal que interpreta viejas realidades desde la nada, desde el recoveco de caminos maltrechos, desde la invocación a la vigilia y a la contemplación. Es la profanación que antecede al rito de la huella escrita, a la mutilación de sensaciones ajenas, a la heredad de fantasmas ausentes.

Como dice Édgar Castellanos Jiménez, los poetas son aquellos “seres sueltos de la mano de Dios y absueltos de la mano del hombre. Arrojados oportunamente del Paraíso, porque no hubo suficientes manzanas, fáciles de piel y de tentaciones para hacer sucumbir al verso y al anverso de la palabra que vive desnuda”. Y desde esa desnudez caligráfica y semántica se van conjugando maneras manifiestas de expresión literaria. Entonces, la poesía es el revoltijo de los canallas, la brevedad del infortunio, el tributo de las ficciones. Es la fiesta que envuelve de seducción y atrapa a la originalidad proveniente de la tierra.

Según Carmen Váscones: “El temor a enfrentarse a la escritura es el miedo a enfrentarse con uno. Cada uno de nosotros es un libro a abrirse, escribirse. Hay que descubrir ritmo, cadencia, idioma propio, una particular lectura, dejarse tocar por el esplendor del vacío, la voz del silencio, por la aparición de lo bello”. Y, desde ese silencio que arremete con la ternura y la imprecación, surge “Trilogía de la carne” (Editorial Mar Abierto, Manta, 2012), de Alexis Cuzme; acumulado lírico en donde habita el caos y el conjuro de la expiración, los puntos suspensivos de la vida, la ira y el último estallido de rebeldía, la pesadumbre y la demolición de “mi crónica ciudad/ de mermelada y moscas,/ de pescados y sangre,/ sangre babosa/ para beber/ la sinrazón”, los efectos del asfalto bajo la lluvia, los rostros sonámbulos que claman malos augurios, el trajinar de párvulos trashumantes, los despojos de la esperanza, el sexo como campo de batalla, la sinfonía de mejores vientos. “Trilogía de la carne” arremete como “danza macabra” entre el delirio y la desolación.

Contiene tatuajes y recuerdos voraces, melodías incesantes y acordes irreverentes ofrendados al luto. Es el alarido insolente que toca a la puerta de manera inesperada. Es la entelequia que reemplaza a la coherencia rutilante. Es la blasfemia a lo debidamente correcto, y la prolongación de madrugadas multiformes. Sus páginas no curan llagas ni resuelven miserias, de ellas se multiplican gusanos y raudas miradas. En palabras del autor: “Decapitado y anhelante/ descifro las señales de los minutos pasivos,/ incompleto llegué,/ incompleto prosigo./ Di que la carne es débil,/ que la carne es un coágulo demente,/ que la carne ya no es carne/si no una masa refugiada/ decidida a las necesidades básicas de la nada”

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