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El Telégrafo

Descansar para toda la eternidad

20 de diciembre de 2013

Con la insustituible verdad de una vida dedicada a buscar la libertad, la justicia, la paz, el bienestar para sus semejantes, Nelson Mandela rindió tributo a la heredad. El relámpago centelleante de su existir inmerso siempre en  causas honradas  de proyección universal en lo ético, que estableció parámetros de  valentía y denuedo en lo  político, para con una eficaz e inspirada  gestión gubernativa dejar como legado a todo el orbe aquellos valores inmensos para el perdón y la reunificación de los ciudadanos, que son y serán  fundamentales enseñanzas para la humanidad.

Premio Nobel de la Paz en 1993, de él dijo Desmond Tutu, arzobispo de Sudáfrica: “Ícono mundial de la reconciliación”. Madiba, como lo llamaba el pueblo, murió a los 95 años aquejado por una grave afección pulmonar, fruto de las décadas transcurridas como cautivo en la isla prisión de Robben, donde  se lo sometió  a trabajos forzados, picando piedra en condiciones infrahumanas sumergido en el polvo, el frío y el viento, adquiriendo el mal de los mineros, la silicosis. Empero, su temple  jamás se doblegó, su alma generosa absolvió a los  sayones que lo martirizaron y a quienes los mandaban, en esos 27 años. “Un hombre  que le priva a otro de su libertad es prisionero de su odio, está encerrado detrás de los barrotes de sus prejuicios”, fue su respuesta sabia y generosa.

Nacido el 18 de julio de 1918, en la región del Transkel del clan real de los Thimbu, muy joven llegó a Johannesburgo, donde contactó y se adhirió a otros que, como él, sentían  la necesidad sublime de luchar por los DD.HH. de todos. El ideólogo de la lucha contra el colonialismo, Walter Sisulo, fue su mentor y posibilitó su ingreso a la agrupación Congreso Nacional Africano (CNA), cuyos principios socialistas, antiimperialistas y antisegregacionistas le establecieron un nuevo coexistir. Con el arribo al mando de Sudáfrica del partido nacional, representante de la extrema derecha que impuso la infamante legislación segregacionista, en 1948, y ante los magros logros en esos instantes de la resistencia pacífica -política impulsada por Gandhi en la India contra el imperio británico-, Mandela, Oliver Tambo y miles de cuadros optaron por la lucha armada para enfrentar esta política de estado vil y perversa, aquella del ‘desarrollo separado de razas’.

Arrestado muchas veces, fue condenado a cadena perpetua y el CNA, ilegalizado en 1960. La presión de los pueblos y de algunos países del mundo impidieron su asesinato, aunque  otros, como Steve Biko y cientos de sus camaradas, perecieron en la tortura  del régimen racista. La victoria de las armas cubanas sobre los sudafricanos que invadieron Angola liquidaron al gobierno del apartheid. La conciencia colectiva del planeta logró la excarcelación de Mandela en 1990. Casi un lustro después, en los primeros comicios multirraciales, es elegido presidente de su patria.

Y ahora su  muerte convoca a multitudes. Gobernantes de los dos hemisferios, con conceptos elogiosos en sus exequias, testimonian su admiración por la vida y la obra  de este hombre singular que recibe loas, aun  de quienes  lo catalogaron de terrorista solo hace pocos años. La sabiduría popular es diáfana como el arco iris  que apareció sobre el cielo de Qunu, lugar de  sus ancestros, escogido para sembrar su sueño infinito.

Allí, los elementos fundamentales de la Creación: la lluvia, el Sol, tan caros a la cosmovisión africana, acompañaron su encuentro con la tierra. Las palabras de una mujer resumieron el sentimiento: “Dios envió a su hijo para una misión de liberación, y al concluirla lo llamó a su presencia”.

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