Los primeros teóricos del desarrollo concibieron a los países del Tercer Mundo como estructurados de manera dual: unas pocas manchas “modernas” rodeadas de sociedades tradicionales con prácticas económicas de subsistencia y baja productividad. En las primeras, prevalecía la cultura occidental, mientras que, en las segundas, imperaban caducas y peculiares prácticas y creencias que no facilitaban la acumulación del capital ni las relaciones salariales, y menos la expansión de los mercados “modernos”.
El estructuralismo económico latinoamericano no cuestionó la “implacable expansión” del mercado, forma cultural específica de la civilización occidental. Más bien la alentó, a su manera, en una época, como industrialización sustitutiva de importaciones. Y, más tarde, el neoliberalismo, es decir: el capitalismo salvaje, expresado en el Consenso de Washington, hizo la apología final del mercado global. Los exégetas de la globalización consideraron que la extensión final del mercado, a todos los ámbitos de la geografía del “subdesarrollo”, finalmente terminaría por aniquilar aquellas formas y expresiones culturales que no corresponden al capitalismo moderno y posmoderno que nosotros, con Fredric Jameson, consideramos, más bien, un capitalismo tardío.
Al parecer, tales tecnócratas sobreestimaron la capacidad del capital y del mercado para alienar a los seres humanos. O subestimaron la densidad y consistencia de sociedades dispuestas a resistir, en beneficio de sus tradiciones e individualidades.
Ante el avasallamiento unificador de la globalización del capital y del mercado, la decisión política de los ecuatorianos y ecuatorianas ha sido la de reconocer y respaldar la diversidad, promover expresiones distintas, respetar otras creencias. Este es un paso importante en nuestra nueva noción del desarrollo, o sea el Buen Vivir. Esto supone comprender las relaciones entre los ecosistemas y los sistemas económicos, y reconocer los conflictos socioambientales locales y globales provocados por un crecimiento económico que no contempla límites biofísicos. Toda actividad económica afecta, de una u otra manera, a la naturaleza; por lo tanto, la tecnología y la eficiencia (producir con menor cantidad de recursos y materiales) enfrentan límites.
Desarrollo ya no es, como se creyó durante tanto tiempo, mimetizarse con el consumismo y el individualismo. El hábitat de los centros comerciales se muestra artificial. De otra parte, ya no podemos excluir y apartar a ninguna cultura (salvo que haya alguna facilidad fiscal que busque el asistencialismo); ya no tenemos, en fin, el velado propósito de ocultar la presencia de cualquier minoría. El carácter plurinacional del Estado nos invita a valorar la importancia de la diversidad, no solo en términos culturales, sino también en el sistema económico.