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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Deportaciones de niños

11 de julio de 2014

El 1 de octubre de 1939, un mercante aligeraba sus bodegas en un muelle de Londres. Marinos modificaban aposentos y estructura de navegación, para ubicar a cientos de personas, fugitivas del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial que ya se libraba en varias naciones de Europa. Solo los armadores de la nave conocían el destino del viaje y de los pasajeros que la abordarían. Esa noche se despejaron las incógnitas, cuando pequeños y sus maletas en el puente -temblando de frío- eran entregados por policías británicos al capitán.

Inge Abraham Bacofen de la mano de su hermana mayor Estefanía, ambas alemanas y enviadas a Inglaterra para liberarlas de la barbarie fascista y con la esperanza del reencuentro en algún lugar del mundo, compartían la escena. La  travesía de decenas de criaturas, en su mayoría judíos como ellas y católicos e hijos de políticos presos o asesinados, todos europeos -amparados en el pacto de Ginebra de protección infantil de 1924- que al momento el régimen nazi se obligó a respetar.

Generaciones superaron la anomia e integración y deberán intentarlo de nuevo. Las privaciones y angustias se adicionaban cuando aparecían en el periplo la escasez de agua para el aseo diario y la falta de iluminación en las noches, generando reproches silenciosos, pero el membrete de ‘refugiados’ en los documentos de viaje, junto a la visa -vendida a precio de oro por cónsules corruptos, que sería la llave de ingreso al país de acogida- les devolvían la tranquilidad.

La ruta hacia la Cruz del Sur los obligó en semanas posteriores a una parada obligatoria. La isla Puná era el lugar para abastecerse del líquido vital y alimentos. Y allí, después de mucho tiempo, Inge y sus compañeros recibieron gestos de afecto solidario inolvidable, frutas y helados, dados por trabajadores del mar, ecuatorianos, conmovidos por el aspecto famélico de los viajantes.

Han pasado tres cuartos de siglo de esa traslación dolorosa, y nuevamente el drama de las deportaciones de niños se repite. Esta vez los perjudicados de hoy no corresponden a aquellos huidos de la sevicia fascista que antes escapaban del terror de las SS y que ahora lo hacen del crimen organizado o para la reunificación familiar de fugados de la miseria. Aunque los inmolados siguen siendo los mismos, los débiles e indefensos, los niños, las  motivaciones de expulsión son diferentes a las de hace 75 años; y su ejecutor es otro, en este caso, el régimen de EE.UU. No obstante, la conciencia universal debe rechazar estas medidas violatorias de preceptos de acuerdos internacionales de DD.HH., tales como la Carta Fundacional de las Naciones Unidas, la Declaración de los Derechos del Niño de la ONU de 1959 y la Convención de los Derechos de los Niños de 1989, ratificada por 193 naciones más, lamentablemente sin  EE.UU. y Somalia.

En ella se establecen principios fundamentales, tales como: la no discriminación, el interés superior sobre cualquier decisión, ley o política que los afecte; el derecho a la vida, el desarrollo y supervivencia; la participación; garantía a ser consultados sobre situaciones que los aflijan. El número de chicos, apresados por la patrulla fronteriza alcanza los cincuenta y dos mil, y con la proyección de que lleguen a cien mil, dada la cercanía de la Navidad.

Este éxodo infantil es una tragedia humanitaria de proporciones insospechadas. ¿Y frente a ello hay alguna reacción de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)? No lo sé. Pero si no la hay, ¿será porque solo son niños hispanos?

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