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El Telégrafo

Democracia real, ahora

27 de mayo de 2013

La democracia en las últimas décadas pasó de un formalismo institucional centrado en las élites y su ambición mercantil a costa de empobrecer a las mayorías, a una disputa regional donde los poderes locales se difuminaban a medida que la crisis de la deuda externa y la presión de los sectores importadores exigían un aperturismo sin límites centrado en la potenciación del consumo suntuario.

Es a fines de los noventa que la crisis financiera-dolarización destapó los vicios de la democracia formal centrada en una narrativa de que todos éramos culpables por las fallas de las instituciones, la pobreza, el desempleo, la marginalidad social, etc.; ese sentido de culpabilidad llevaba a que se considere que los sectores populares eran vagos y que necesitaban  más horas de trabajo con flexibilidad jurídica para que el capital nacional/extranjero viniese y nos sacara del subdesarrollo.

Esta lógica desarrollista centrada en el crecimiento, en los indicadores macroeconómicos positivos -para el capital- versus indicadores microeconómicos, daban cuenta del hundimiento social a beneficio de las grandes corporaciones y multinacionales. Ese tipo de democracia fue la que impulsó ese lema de “ser independiente” ya que la “política” apestaba. Esa democracia formal fue la que llevó a la política a su forma más reduccionista y descarnada de un voto obligatorio siempre pensado en el candidato menos malo.

El crecimiento en dolarización no significó mejor redistribución de la riqueza sino ser subsidiados por los millones de ecuatorianos que migraron por fuerza. El efecto positivo de la dolarización vino para cierto sector de la clase media y de las grandes corporaciones que succionaron las divisas de los migrantes. Y para colmo de males creyendo que su mejor bienestar era producto exclusivo de su ingenio y laboriosidad. Toda esa formalidad democrática fue haciendo del Ecuador un mendigo de la asistencia para el desarrollo como de las ONG que terminaron por reemplazar al Estado.

El punto de quiebre a esa democracia formalista, enferma de juridicidad importada, fue la nueva Constitución de Montecristi; con la cual se inaugura un ciclo de transición a una democracia real centrada en lo humano-naturaleza, donde el Estado se re-inventa como un medio y no como un fin en sí mismo. Una democracia real donde la política se fortalece como un campo en disputa permanente. Donde lo popular le disputa a las élites los sentidos del diario vivir. La democracia real se ha metido en las casas, en los lugares del trabajo, de diversión; siendo política del conflicto y éste como la medida de crecimiento y madurez para las mayorías.

Ya no esa isla de paz rimbombante y satisfactoria a las élites hacendatarias serranas como costeñas, donde estar paralizado era lo mejor, sintiendo miedo de hablar y contradecir al poder burgués. Hoy una democracia real se re-inventa cada día en la toma de posición reflexiva en cada uno de los temas que nos compete. Ahora es posible cerrar el ciclo de transición e ir a los primeros pasos de un socialismo del buen vivir.

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