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El Telégrafo

Defender la vida sin fundamentalismos

24 de mayo de 2013

En diversos países latinoamericanos se ha dado el mismo conflicto: un tema de salud pública es convertido en problema de conciencia religiosa por un número habitualmente minoritario de personas. Generalmente a partir de convicciones arraigadas, se cree defender la vida cuando se la afecta negativamente. No otra cosa es creer que es mejor que nazcan hijos no queridos o que se realicen abortos peligrosos y clandestinos, que impedir que se produzca la concepción cuando no hay madurez suficiente en los jóvenes progenitores.

Algunos están convencidos de que dar acceso a anticonceptivos haría promiscuos a los jóvenes; parece un razonamiento coherente. Pero todas las estadísticas van contra esta presunción.

Por ej., bien es sabido en sociología jurídica que el aumento de las penas no disminuye la emergencia del delito; el castigo está muy lejos del acto como para inhibir la realización de este.

De tal modo, tampoco disminuye la tendencia a la sexualidad temprana con el “castigo” posible del nacimiento de un hijo; tal nacimiento es visto como una consecuencia improbable, lejana y futura.

Por tanto, no es porque existan anticonceptivos que se da la sexualidad juvenil; esta responde a factores sociales y culturales de orden estructural, que llevan a que la moral puritana que algunos sectores sociales postulan -y que no siempre ellos mismos pueden cumplir- haya dejado de tener efectiva vigencia mayoritaria.

Lo cierto es que la maternidad no querida lleva a la infelicidad de madres e hijos, cuando no a la interrupción peligrosa y clandestina del embarazo, con alto porcentaje de muerte para las jóvenes madres que incluyen, obviamente, el no nacimiento de quienes habrían sido sus hijos. Si el hijo llega a nacer en condiciones sociales precarias, el permanente sufrimiento o la muerte por hambre son los únicos futuros posibles que les esperan, tanto a él como a su madre.

Defender la vida, entonces, es defender condiciones dignas de nacimiento y vida. Cuando ellas no están garantizadas, de hecho se apuesta al sufrimiento y a la muerte en nombre de los mejores valores.

Quienes creen defender la vida oponiéndose a políticas públicas de prevención, seguro a menudo lo hacen con la mejor intención, pero ignoran el problema social entendiéndolo solo como problema religioso/moral de orden personal. Afortunadamente, la Iglesia ha ido progresando en estas cuestiones, y lentamente va asumiendo que no puede ignorar las condiciones sociales dentro de las cuales deben darse las decisiones morales de quienes son creyentes. Y, por cierto, es de destacar que en los Estados modernos se legisla para todos los ciudadanos, para quienes son creyentes y también para quienes no lo son.

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