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El Telégrafo

Declaración de amor

15 de octubre de 2013

Desde mi lugar de origen, mi tan querida ciudad extendida en un plácido valle rodeado de colinas, mis padres me trajeron junto con mis hermanos mayores, según lo que recuerdo, por primera vez a Guayaquil. Él (manabita hasta la muerte) venía a atender la conexión de sus negocios. Mi madre, guayaquileña de nacimiento, lo acompañaba para controlar asuntos relacionados con los bienes de ella. El viaje estaba programado para una corta permanencia y, por entonces, yo miraba las cosas con la mente de  niña de cinco años. Me impresionaron las brillantes luces, el anchuroso Guayas, tan diferente al cauce de nuestro río Portoviejo. Las mesitas redondas con cubiertas de mármol, las sillas vienesas, los grandes espejos y bellísimas lámparas del salón El Fortich me fascinaron, más, sobre todo, se han convertido en los más dulces recuerdos, sus deliciosos helados servidos allí con generosidad en anchas copas de cristal.  

En estos días de octubre, ciudad querida, mi Guayaquil amada, debo entregarte esta Declaración de Amor. ¡Cómo no amarte ciudad de octubre!Desde la mirada de una pequeña de aquellos días, ni qué decir de la 9 de Octubre, con el Parque Centenario y su imponente columna en homenaje a los próceres de la Independencia, para concluir en La Rotonda y su hemiciclo, con sus grandes esculturas de bronce, que a través de los tiempos recuerdan el encuentro de los libertadores Bolívar y San Martín en Guayaquil. …Y junto al Malecón, las folclóricas carretillas. Otro lugar para el deleite de entonces, con las delicias para el paladar: tostadas calientitas con mantequilla, hechas al rescoldo del fogón de barro y carbón, y la humeante taza de aromático chocolate ecuatoriano. A pedir de boca para los viajeros, al término de su andar por los difíciles caminos de aquellos tiempos. Y eso no fue todo en mi primera mirada a Guayaquil. Se convirtió en paisaje eterno el trazado del sinuoso Salado, visitado en esos días por grupos familiares que llegaban a sus riberas a disfrutar de un día de campo, nadando en sus aguas limpias, pescando padres e hijos o mirando el paso de los jóvenes remeros en sus pequeñas embarcaciones. Fue un deleite para el espíritu infantil haber conocido de cerca una ciudad por demás bella, hospitalaria y activa. Una ciudad de luz que ya desde aquel día se me había hecho inolvidable.

El paso de niña a mujer tomó el tiempo debido. Y en ese proceso, a veces doloroso y en otras de halagos, llegué nuevamente a Guayaquil luego de varias visitas anteriores, recién graduada de un internado quiteño y dispuesta a ingresar a la universidad. Pero el ansia de ser periodista y de continuar con la pasión por la escritura se hizo una necesidad imperiosa que reclamaba la vida. Desde cuando tenía 16 años ya veía publicados mis artículos en uno de los diarios de Portoviejo. Necesitaba entonces continuar con mi carrera de periodista por encima de cualquier otra actividad. Y logré ingresar al mundo del periodismo guayaquileño hasta hoy, cuando veo fortalecido mi lugar en estas esferas. Aquí, entonces, en este Guayaquil querido, obtuve dos profesiones. Y en esta ciudad amada llegó el amor a mi puerta, luego el matrimonio y más adelante el nacimiento de mi hijo, lo más preciado, lo más importante en mi existencia, que ha permitido la prolongación de mi estirpe a través de los tiempos. En estos días de octubre, ciudad querida, mi Guayaquil amada, debo entregarte esta Declaración de Amor. ¡Cómo no amarte ciudad de octubre! ¡Cómo no amarte Guayaquil querido, que tantas cosas buenas tú me has dado! La mía es una Confesión de Amor Eterno. Pruebas al canto: Desde mucho tiempo atrás, he comprobado que ya no podría vivir lejos de ti, Guayaquil de mis amores.

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