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El Telégrafo

¿De qué nos sorprendemos tanto?

19 de diciembre de 2012

Impresión.
Dolor.
Estupor.

Un muchacho de veinte años abre fuego en una escuela norteamericana. Mata a veintisiete personas, entre ellas su madre, veinte niños de cinco a diez años y las maestras.

Asombrados, dolidos, nos preguntamos qué está pasando, y sobre todo qué está pasando en un país en donde durante este año se han producido catorce tiroteos similares. ¿En qué clase de mundo, de sociedad, de planeta o de humanidad estamos viviendo?

Pero nos basta apartar los ojos del escenario más reciente de este tipo de masacre para darnos cuenta de que no es una excepción. ¿Acaso no hemos visto los niños palestinos, muchos menores de cinco años, muertos como resultado de los ataques israelíes en la zona de Gaza? ¿En nombre de cuántas patrias, de cuántas religiones, de cuántos supuestos valores han muerto cuántos niños inocentes, menores de diez años?

¿Cuántos escolares de esa edad murieron en agosto de 1945 en las explosiones de las bombas atómicas que uno de los “buenos” de la Segunda Guerra Mundial arrojó sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades de un país derrotado y por lo tanto ya rendido?

Es verdad que la muerte de niños inocentes siempre asombra dolorosamente, siempre estremece. Pero la locura de aquel muchacho armado hasta los dientes con las armas de su madre no es muy diferente de otras locuras similares que se toman como corduras solamente porque ocurren en un contexto distinto, llamado “guerra”.

Después de todo, como ya nos lo recordó Michael Moore en su documental “Bowling for Columbine”, no es verdad que Estados Unidos no sea un país en guerra. Más bien es un país en constante batalla, y los catorce tiroteos de este año con sus fatales saldos nos hablan de una lucha intestina cuyo signo aún no se alcanza a descifrar del todo.

Ya nos lo recuerda Jorge Enrique Adoum en un fragmento de su poema “Hiroshima, mon amour”: “Porque el asesino va a todas partes tourist tour vendiendo a tiros su zanahoria/ vuelve al sitio pateando al gato para que no lo reconozcan los fantasmas/sesos médula luces lilas en el bar entre los tímidos pechos japoneses/ de la sobreviviente how many dollars/ a admirar el monumento a las cenizas/ a poner su firma de autor al pie de los cuarenta mil identificados y de los/ ochenta mil que nunca se llamaron nada”.

Tal vez, siendo sinceros, lo que tendría que asombrarnos y aturdirnos es que en otros contextos se lo tome con tanta naturalidad. Adam Lanza  fue uno de los que por lo menos tuvo la dignidad de suicidarse.

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