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El Telégrafo

De la resistencia a la hegemonía

04 de febrero de 2014

Una serie de voces se preguntan por el papel que los movimientos sociales tienen en el denominado socialismo del siglo XXI. Sectores de la derecha y de la izquierda coinciden en criticar su supuesta pasividad  y rememoran nostálgicamente el protagonismo que tuvieron en años anteriores.

Muchos de estos análisis son, en el fondo, reclamos por la supuesta pérdida de la rebeldía que les había caracterizado, sin darse cuenta de que una de las principales características de la coyuntura actual del manejo del Estado es el intento de incorporar algunas sensibles demandas que fueron fundamentales en el activismo y la movilización.

Hechos evidentes, como la participación de líderes de esos movimientos en la función pública o en el Gobierno, son interpretados por algunas voces como señales de cooptación, sin preocuparse por identificar los casos en los que corresponde más bien a un devenir lógico de la representación de intereses concretos por los que se movilizaron en el pasado.

Para los sectores de izquierda, considero que políticamente sería más interesante dejar de evaluar de modo negativo la participación de representantes y líderes de los movimientos sociales progresistas en el Estado y en el Gobierno y señalar más bien la crucial importancia en el cumplimiento de las metas de una democracia radical cuya realización está evidentemente atravesada por la disputa cotidiana. Legitimar políticamente el papel que tienen en la función pública representantes de los movimientos sociales progresistas permite evaluar el rol que juegan en ampliar o no la democracia y la participación social de los sectores más desfavorecidos. Esto significa pasar del cómodo lugar de una resistencia cargada de romanticismo a enfrentar de manera realista los desafíos que conllevan la construcción y administración de un Estado obligado a crear una democracia radical.

En casos como el del movimiento indígena, esta necesidad es especialmente sentida. Amparados bajo premisas teóricas y políticas que se originaron en la década de los ochenta, algunos dirigentes sostienen que entre los indígenas y el Estado nacional vigente hay diferencias políticas y culturales insalvables. Con esta afirmación se busca deslegitimar la participación cada vez más significativa que tienen distintos cuadros políticos, profesionales y técnicos de pueblos y nacionalidades en la administración pública y en el Gobierno y se ahonda la distancia entre la antigua dirigencia y estos cuadros.

Esto produce el inquietante fenómeno de una creciente participación técnica y profesional de miembros de pueblos y nacionalidades sin una clara articulación política con sus necesidades más estructurales ni con las de otros sectores marginados. Esta disyuntiva exige que las élites tradicionales indígenas cambien su percepción y su discurso y se lancen frontalmente a ayudar a construir una sociedad intercultural y plurinacional incluyente. Si no lo hacen, deberán entonces aparecer nuevos liderazgos dispuestos a construir una nueva hegemonía para la sociedad en su conjunto, y no para movimientos particulares aislados.

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