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El Telégrafo

Cuenca, vista por sus poetas

02 de noviembre de 2013

Desde el Puente Roto, el río lame plácido los contornos de las casas de balcones forjados, bajo la mirada distraída de las lavanderas que tienden ropas coloridas en las hierbas justo frente a este barranco, donde también se orea Cuenca, a propósito del 3 de noviembre de 1820, que conmemora la emancipación colonial.

Mi ciudad, dice el poeta Efraín Jara Idrovo, es como la palma de una mano donde transitan sus ríos como las líneas vitales y el Tomebamba es precisamente el surco de la vida: allí se asentaban los antiguos molinos y su cauce corta a una ciudad nueva, poblada de universitarios y una arquitectura prodigiosa de tejados. Pero Cuenca tiene tres ríos más que le atraviesan. Entonces, el Yanuncay es la línea del pensamiento, por sus aguas cristalinas. Para el poeta, en cambio, el Machángara representa a la fortuna: bravío y tormentoso. ¿Y la línea del amor? Jara Idrovo habla del Tarqui como un río manso y que, como esa pasión, también es turbulento, porque cuando crece arrasa todos los jardines, como si al desbordarse anegara rencoroso los pastizales que antes regaba con ternura.

Y, claro, el conjunto de los ríos es el destino que se ha impuesto esta ciudad fundada en una inmensa palma ocre, en medio de campanas. Hay una imagen de su ciudad que guarda el escritor de “Sollozo por Pedro Jara”, nacido en el tradicional barrio El Sagrario, en 1926.

En esa época el barrio olía a cacho de toro quemado como presagio de los futuros peines y justo allí una escena: un cura regordete, sofocando a su cabalgadura, ataviado de un finísimo poncho de hilo blanco y sombrero de paja toquilla y llevando la suntuosa brida un indio: “Hice tela con que  vestían cuerpo los señores / que dieron soledad de blancura a mi esqueleto”, diría el Fakir. El poeta mayor, César Dávila Andrade, prefiguró a su ciudad en su ensayo sobre Fray Vicente Solano, cuando evoca la llegada de los españoles al Valle de Paucarbamba: “Al oeste, alzábanse gigantescas crestas de azul sombrío, cuyas estribaciones remedaban canastillos de verdor. Cadenas de colinas recorrían el sur y el oriente, salpicadas de oscuros ramilletes de árboles. Aquellos espíritus contorsionados por el remordimiento y la mutua desconfianza debieron percibir un hondo y decisivo mensaje de remansamiento. Y más de uno vislumbró, ya entonces, su porvenir (...). Una vez más, cumplíase así la extraña ley que rige sobre los conquistadores: aquella por la cual caen hechizados por el objeto de su conquista”.
Catalina Sojos canta a su ciudad: “cae / el amanecer / las campanas ruedan en el aire desnudo”.

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