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El Telégrafo

Cuenca

07 de septiembre de 2013

Lo primero que notas al llegar a Cuenca es la altitud, una sensación física que ya aparecía cuando el avión iniciaba la maniobra de aterrizaje, un leve mareo como síntoma de que el mundo se reafirma y se vuelve más serio y más puro, como le gusta pensar a la gente de la Sierra.

Pero en Cuenca, sin duda, se vive más cerca del cielo, a tenor del número de iglesias, empezando por la imponente Catedral, que en el parque Calderón planta cara a la Alcaldía y al edificio de la Gobernación de Azuay, desde hace siglos el centro del poder político y religioso. A partir de allí nacen las calles como en un damero  y uno cree pasear por una ciudad andaluza como Úbeda o Baeza hasta llegar a la calle Larga, donde las casas quedan suspendidas sobre el valle como sucede en su hermana española.

Uno tiene la sensación de estar contemplando un paisaje centroeuropeo, con coloridas casas unifamiliares, pero el río que las baña es el Tomebamba, que dio nombre a la antigua ciudad inca, de la que aún pueden verse los restos en el espléndido Parque Arqueológico Pumapungo. Y es que Cuenca parece una ciudad concebida para la contemplación, pues, paseándola, se revive su historia, desde su fundación por Túpac Yupanqui.

Las calles limpias, el patrimonio y los múltiples museos hablan de su cultura milenaria, y hacen pensar en un país sabio, consciente de su carácter, y de ahí el orgullo de los cuencanos. Cuando lamentablemente uno debe despedirse y el avión despega, distingue por la ventanilla el casco histórico, ordenado en cuadrículas perfectas. Y las torres de las iglesias, como pétreos controladores aéreos, nos señalan de nuevo el camino del cielo.

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