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El Telégrafo

¿Cuál antiimperialismo?

24 de diciembre de 2013

Aunque algunos quisieran hacernos creer que el imperialismo es un constructo teórico caduco o una prescindible sobra de la Guerra Fría, la realidad actual parecería apuntar en otra dirección. Los cables de WikiLeaks y las revelaciones de Snowden son los nuevos testigos de esta histórica intuición: los países del centro, y en particular Estados Unidos, no han dejado de concebir a la periferia como una dimensión donde las reglas de las cuales se han hecho portavoces (derechos humanos, liberal-democracia, etc.) pueden ser derogadas, así como una tierra donde la consecución de su interés económico carece de cualquier tipo de mediación.

Otra cosa es que el antiimperialismo haya perdido terreno tras la borrachera ideológica neoliberal de los años 90, salvo recuperarlo en América Latina en los últimos 15 años. El Festival Mundial de la Juventud y de los Estudiantes celebrado en Quito representa en este sentido la demostración más patente que la dominación y la relación desigual entre países pueden ser fuente de indignación a nivel mundial, y no un fenómeno natural de supuesta civilización. Más aún, el antiimperialismo puede ser una instancia particularmente avanzada para articular una conciencia crítica global de las sociedades actuales. ¿Pero qué tipo de antiimperialismo es estratégico avanzar hoy en día?

En virtud de la libertad otorgada por el hecho de ser un emprendimiento social y eminentemente crítico, y no una simple extensión de la realpolitik, el antiimperialismo a forjar en este siglo puede ir más allá de los límites de su predecesor del siglo pasado. Sin embargo, parecería estar aún ligado a la política exterior de algún gigante de los pies de barro. Asombra, por ejemplo, la presencia de jóvenes de Corea del Norte en un festival que se propone la ambiciosa tarea de cambiar el mundo, justamente en los días en los que se ejecutaba una purga en perfecto estilo estaliniano en Pyongyang. Deja igualmente perplejos la carta dirigida por el dictador siriano Al-Assad a los jóvenes presentes en Quito quienes, en vez de rechazarla, le tributan aclamación. En el fondo, el mérito que se le concede es haber mantenido una posición netamente antiestadounidense y antisionista, pero haciendo caso omiso no solamente a sus crímenes actuales, sino también a la triste fama que tiene Siria como país violador de los derechos humanos más básicos.

El festival atrajo a muchos jóvenes entusiastas a Quito, indudablemente un hecho que hay que celebrar, pero para ser creíble, el antiimperialismo debe limpiarse de sus vicios más añejos y dar la espalda a esas lógicas maniqueas, propias del estalinismo, por las cuales el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Los fantoches hay que dejarlos en el novecientos: los jóvenes de hoy no se van a dejar confundir por proclamas ampulosas y, con la accesibilidad a la información propia del mundo moderno, pueden tranquilamente averiguar sobre las avalanchas de muertos que pesan sobre personajes que se llevan en algunas de las pancartas.

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