En su obra “Raza de víboras”, el escritor y diplomático ecuatoriano José Peralta describe las dos caras del cristianismo. Refiere este autor, que “la disciplina original del catolicismo ha caído en el olvido. Jesús trajo una religión libertadora, pero ha sido profanada, desfigurada y manchada por aquellos avezados en lucrarse de las cosas santas, a la sombra de los gobiernos de turno. Citando a Erasmo de Rotterdam, comentaba la espantosa corrupción de las costumbres, particularmente en la teocracia o el atrevimiento de gobernar en nombre de Dios, que todo lo pervierte y conculca, haciendo del puro e inmaculado sacerdocio una carrera lucrativa de empleos, un asilo de holganza, de inmoralidad e ignorancia. El cristianismo desfigurado equivale a hacerse cómplice de la más horrible deformación que mancha el mensaje de Jesús, en el que una clase dominante ve disputarse la bajeza con la ferocidad, la perfidia confundirse con el crimen, la perversidad con la traición”.
De igual manera, otro de los humanistas más notables, Tomás Moro, manifestaba: “Los Estados representan la expresión de los intereses de la clase dominante. Una sociedad justa supone un fundamento totalmente diferente: allí donde la propiedad sea un derecho individual, allí donde todas las cosas se midan por el dinero, no se podrá organizar la justicia y la prosperidad sociales”.
Es el cristianismo de san Ambrosio, san Bernardo, san Crisóstomo, san Agustín, Felipe Neri, José de Calazans, Vicente de Paul, el que debemos vivir. El compromiso de estos hombres de Dios reafirma nuestra fe, resucita el primitivo fervor de los fieles, nos da formación en la caridad, la mansedumbre, la pobreza y la libertad del espíritu, propias del buen cristiano. Basta pasar revista a la historia de la Iglesia, para diferenciar el cristianismo auténtico del lucrativo.
San Bernardo decía que antes de morir quería ver a la Iglesia de Dios como ella se hallaba en los primeros días.
Gregorio VII castigó la simonía. Inocencio VI, Urbano V y Gregorio XI levantaron el espíritu de sus seguidores, a fuerza de austeridad, desinterés, mansedumbre y virtud. Benedicto XIII no permitió guardias, ni corte, ni besamanos, ni postraciones ante la persona. Benedicto XIV reprimió fuertemente la superstición y la hipocresía.
Y qué decir de los santos Francisco de Asís y Catalina de Siena, el primero recorrió Europa harapiento despojándose de su fortuna y predicando la pobreza; y la segunda recordándole a la jerarquía que Dios prohíbe tanto miramiento por la grandeza y señorío temporales. Reprocho a una parte del clero el haber debilitado las energías y santificado solamente a los humildes y a los hombres entregados a la contemplación más que a una vida social activa. Rechazo el cristianismo político y mercantil, me quedo con el que tiene la abnegación por divisa, el martirio por recompensa, la tolerancia por norte, la mansedumbre por esencia y la santidad por fundamento.