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El Telégrafo

Costa

26 de octubre de 2013

Al amanecer el cielo se confunde con el mar en la línea del horizonte. Casi imperceptiblemente empiezan a perfilarse algunas sombras: manchas alargadas al principio, poco a poco reconocibles como velas oscurecidas sobre el agua, encendidas luego por los primeros rayos de sol que descubren las figuras de los barcos de pesca, que la noche devuelve a la realidad.

Las embarcaciones son arrastradas por la arena penosamente, pero junto al cansancio aparece la alegría de la captura: langostas, camarones y corvinas que son expuestos en mesas de madera como en un altar hecho de sudor y sal: el mar que ofrece su sacrificio a la tierra.

Porque cada mañana la costa asiste a una nueva creación cuyo ritmo lo marcan los pescadores, pero su oración tiene más que ver con la suerte, las redes y la paciencia, con la fe en encontrar un gran banco de peces que justifique el orgullo y el consuelo del regreso.

En la playa hay un tufo a pescado y una alegría de gaviotas que se lanzan a por las sobras; son tan grandes como buitres, que escenifican la ceremonia de vida y muerte y vida que se reproduce a diario. ¿Hay algo mejor que un desayuno de conchas, camarones y pescado recién capturados?

Las profundas arrugas en la cara y el cuello de los pescadores, las manchas del sol en la piel y las cicatrices de las manos, hablan de un oficio tan viejo y tan duro como el mundo. Pero los ojos son como el mar en calma: tranquilos y hondos.

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