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El Telégrafo

¿Consenso posneoliberal?

12 de septiembre de 2012

Hay un cierto tufo en la adelantada campaña electoral: el Estado no sirve y lo público se ha desvanecido. Lo dicen, a su modo, las derechas y las izquierdas  “desencantadas”. Todas ellas (sometidas al escrutinio mediático) se han dejado llevar por lo que quieren escuchar los medios, para no enojarse con ellos, para que su plataforma proselitista esté garantizada en esos espacios y no pierda pantallazos ni acolites noticiosos. De otro modo, el silenciamiento sería su condena, como ya ha pasado con quienes se rebelan al poder mediático y lo desnudan en su esencia.

Derechas e izquierdas, ahora en campaña electoral, plantean algo en común, que a la vez, perverso como es, no añade nada nuevo y revela su propia paradoja: el consenso. De un lado lo quieren construir desideologizando la política, casi proponiendo hacer de ella un altar creado para santos y hombres de pureza y castidad religiosa. Del otro: conjuran la ruptura a favor de la tolerancia, como si los cambios, los partos históricos, fuesen fruto de la sacrosanta unidad de los polos y la comunión de los adversos.

¿Hay sentido y alimento para consenso absoluto en una sociedad colmada históricamente de inequidades? ¿Tolerancia total al abuso del mercado y a la consolidación de una estructura de poder con tentáculos invisibles en muchos espacios de supuesta armonía política?

La era neoliberal fue maestra para apuntalar el consenso desde dos plataformas con un solo objetivo: la prensa y la banca para aniquilar al Estado (y con ello todo el sentido de lo público). El posneoliberalismo, como dice Emir Sader,  “demanda un Estado refundado en torno a la esfera pública, y no una polarización contra el Estado desde la perspectiva de una supuesta sociedad civil o de la esfera privada contra la esfera estatal”.

Por suerte los procesos sociales y políticos no están en manos, necesariamente, de quienes piensan y dicen actuar desde el consenso. Mucho menos de quienes, asumiéndolo como el tótem de la transformación, a la hora de tomar decisiones, se enredan en él para no actuar y culpar al otro. Los cambios culturales, esos que sí transforman la sociedad porque colocan en otro escenario la realidad, no ocurren desde un gobierno o desde un ministerio. Se dan en la misma medida que el Estado garantiza los derechos y la participación para que la sociedad actúe y se rebele consigo misma y con quienes impiden esa insurgencia. Ante todo son los movimientos sociales y las organizaciones políticas las mayores responsables de ese cambio cultural.

Y si la campaña se entrampa en ese perverso, iluso y hasta mentiroso consenso para no enojar al poder mediático, para diferenciarse de quien se “pelea con todo mundo” y no muestra “buenos modales”, tendremos entonces el peor de los argumentos para diferenciar si la izquierda desencantada y la derecha soliviantada son en realidad los extremos de una misma causa.

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