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El Telégrafo

¿Cómo nos metimos en este lío?

20 de septiembre de 2012

Peter Senge, en su libro “La revolución necesaria”, explica que hay muchas clases de revoluciones, siendo las políticas los sucesos dramáticos que por lo general representan solo un pequeño cambio real  a través del  tiempo.  Se pone de moda otro elenco de actores en los desplazamientos del poder y aparecen nuevas filosofías políticas, pero en cuanto a las realidades cotidianas de la mayoría de la gente, poco cambia.

Eventualmente ocurre algo diferente; como si sobreviniera  un despertar colectivo a nuevas alternativas para cambiar todo: la forma como la gente ve el mundo, qué le gusta y le atrae, la forma como la humanidad define el progreso y la manera como se organiza para conseguirlo y especialmente cómo funcionan las instituciones. El Renacimiento y la Revolución Industrial fueron cambios de ese tipo. Y ahora con los signos muy visibles de crisis ecológicas, económicas y sociales alrededor del mundo, está apareciendo una nueva revolución.

El necesario racionamiento del agua y las consecuencias del calentamiento global son noticia diaria. Y para muchos países en desarrollo que creían tener asegurada la comida, el agua, la energía y aun un clima predecible, parecen cada vez menos confiables sus expectativas.

Hay realidades que deben preocuparnos seriamente: la riqueza de las 200 personas más opulentas del mundo excede al ingreso combinado anual de los 2.500 millones de personas más pobres; y el hecho de que la mitad de la población mundial -unos 3.500 millones de personas- viva con menos de dos dólares al día, mientras que el estadounidense promedio gana unos 130 dólares diarios debería ponernos a pensar en forma radical.

Y no hay ningún hecho real que soporte la creencia de  que solo el  crecimiento económico va a resolver los problemas de la pobreza. Ya vemos en Europa y en el resto del mundo que el problema no es la crisis, sino que las propuestas para resolverla son inadecuadas. Tenemos la tendencia a solucionar la escasez del agua, el cambio climático y aun la pobreza con parches de corto plazo que no sirven para resolver los profundos desequilibrios.

Estamos conscientes de que las crecientes crisis de sostenibilidad están interconectadas y sus problemas no son producto de la mala suerte o de las actuaciones de unos pocos codiciosos empresarios. Son el resultado de una manera de pensar cuyo tiempo pasó.

A pesar de que el empleo en los países desarrollados está más en el lado de los servicios y oficina y muy poco en industria y agricultura, en los últimos 25 años el mundo ha visto el más grande incremento en la actividad industrial. Para dar un ejemplo: el número de automóviles creció de 50 millones en 1950 a más de 1.000 millones el año pasado. China y algunos países asiáticos han crecido por encima del 10% anual en su producción industrial en forma sostenida los pasados 10 años.

Y en esta última etapa de la era industrial, la globalización ha generado una interdependencia entre países y regiones que no existía antes y, así mismo, problemas globales que no tienen precedente. Es así como la crisis ecológica es generada por crecientes niveles de desperdicio y toxicidad que se transmiten de un país a otro; crecientes demandas de recursos naturales no renovables (somos testigos de nuestra muy cercana relación con China); pero también la tremenda brecha entre ricos y pobres y su alarmante reacción política a estos desequilibrios, especialmente el terrorismo global. La era industrial no se está acabando por una reducción en las oportunidades de una mayor expansión industrial. Se está acabando porque  nos estamos dando cuenta de que sus efectos secundarios son insostenibles.

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