La Revolución Ciudadana asumió la administración del Gobierno central del Ecuador en uno de los momentos más difíciles de la vida de nuestra patria, tanto en lo institucional como en lo financiero y lo social, en otras
palabras: con un conglomerado ciudadano agobiado por una crisis multifactorial y multifacética. Nuestra clásica y casi natural dependencia del sector externo de la economía para su crecimiento -por ser un país exportador de materias primas- lo convertían en una nación enormemente vulnerable para efectuar cambios profundos en su estructura, lo que impedía su progreso y el bienestar de su población. La abultada deuda externa contratada por mandos incapaces y corruptos, si cabe, hacían posible mayor sujeción a sus tenedores: el capital agiotista nacional y mundial por una legislación fascinada por favorecer esos intereses.
El peso de una parte de la abigarrada burocracia, ineficiente muchas veces y otras envilecida, apacentada en oficinas de todas las funciones a lo largo de nuestra propia geografía, complicaba el ejercicio real del poder y deterioraba el prestigio- si alguna vez lo tuvo- de la añosa clase dirigente, generando, entre otras causas, la caída de tres presidentes en forma consecutiva. Sin la conducción ideológica de la sociedad, el Ejecutivo se quedó sin piso, sin perspectiva de imprimir racionalidad a la dimensión política del pueblo ecuatoriano y mucho menos de articular una concepción progresista de desarrollo sustentable, ya sea por la propia incapacidad de los dirigentes o por la recurrente actitud viciosa de su entorno, y por tanto su tiempo se agotó definitivamente.
El triunfo electoral de Rafael Correa Delgado provocó una enorme conmoción a la oligarquía, que la llevó a plantearse nuevas perspectivas existenciales. La primera, el reconocimiento de algunos que era el fin de su era; y la segunda, las factibles acciones contrarias para desprestigiar y finalmente sacar al presidente Correa del camino en la forma que fuere. La insidiosa campaña de prensa, desde el inicio del mandato y que continúa, fue el globo de ensayo para sus proditorios fines, luego le seguiría la siniestra conspiración del 30-S, con toda su secuela de cinismo sangriento.
Hoy, a pesar de todo, la gobernabilidad y representatividad presidencial son hechos que nadie discute. La obra pública en materia de educación, salud, vivienda, carreteras, puentes y aeropuertos; las reformas agraria, tributaria, energética, judicial y el eficiente manejo de la deuda externa, reducida a su mínima expresión, solventan el clima de confianza y optimismo de la población y que subyace en los sondeos de opinión actuales y son la piedra angular del alma constructora y revolucionaria del socialismo.
Culminamos el quinto año de la excelente interacción gubernativa de la Revolución Ciudadana y su líder, Rafael Correa; y nuevos retos aparecen en el horizonte, con la necesidad de enfrentarlos con el espíritu democrático que incorpora el conflicto social a las acciones y resoluciones del Gobierno de la República para solucionarlo con la ley.
No se trata -todo lo que afirmo- de positivismo verbal. No. Es solamente la efectiva y veraz relación de un lustro de realización fecunda de un régimen y de un proyecto político comprometido con los más altos postulados y aspiraciones del Ecuador.