Publicidad

Ecuador, 01 de Octubre de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Carta

27 de agosto de 2014

Querido Maestro: Ayer cumplió 100 años. En esta página se suele hablar de política, de medios de comunicación, de broncas políticas y cosas así. Sin embargo, en este día, al otro día de su centésimo cumpleaños, me gustaría hablar de usted. Y con usted.

Empezaban mis años universitarios y un incidente al que no vale la pena referirse en detalle me empujó a buscar sus libros en la biblioteca de la universidad. Muchos de sus libros tenían nombres de juegos o inquietantes alusiones al misterio: Rayuela, Final del juego, Las armas secretas. Alguien que anda por ahí, Los premios… Me llevé a la casa una pila de libros, los leía en los buses. Nunca olvidaré el estremecimiento que el final de sus historias siempre dejaba en mi ánimo. Sorpresa. Admiración. Respeto por el gran escritor que estaba conociendo. Alegría porque sus historias revelaban que el camino de la literatura que había escogido era la senda correcta para mi vida.

Luego, en las aulas, pude ver cómo decenas de promociones de chicos y chicas jóvenes se bamboleaban entre la sorpresa y el escándalo al ver cómo el sueño y la realidad pueden volverse intercambiables, o cómo aprendían, divertidos, a mirar el mundo desde otras perspectivas después de subir un tramo de escaleras al revés. O cómo se podía escribir un bello cuento a partir de una pesadilla.

Recuerdo cuando un noticiero de una radio internacional me escupió la noticia de su muerte. En aquel momento pensaba (y a veces sigo pensando) que había sido prematura, demasiado temprana. No aparentaba los 70 años que decían que iba a cumplir en aquel agosto, hace ya tres décadas.

Como suele suceder, el ser humano que esconde la figura pública jamás alcanzará a enterarse de todo lo que dejó en las vidas de aquellos que lo conocieron y admiraron. Leí biografías suyas, y todo lo que pude de su obra.

Con mis estudiantes, por mi cuenta, en viajes y paseos, en la cola del banco. Aprendí a ver la vida como ese “pulso herido que ronda las cosas del otro lado” de Federico García Lorca que usted citaba tan bien.

Aprendí a asombrarme igual que una niña (o tal vez otra cronopia) ante lo que no suele asombrar mucho a la gente común. Aprendí también eso de la lealtad a las grandes causas. Y que el humor irreverente hace muchísimo menos daño que otras cosas muy respetadas en este absurdo mundo que compartimos por tan poco tiempo.

Por eso, y por existir ya desde hace una centuria, maestro Julio Cortázar, hoy tan solo le quiero decir “Gracias”.

Contenido externo patrocinado