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El Telégrafo

Calidad es democratización

09 de abril de 2013

Uno de los argumentos más recurrentes de ciertos sectores que se autoproclaman como oriundos de la izquierda para oponerse a la transformación de la educación superior llevada a cabo por el actual gobierno, es el rechazo de la calidad, referida a menudo como un factor de “elitización” de la universidad ecuatoriana.

De hecho, la palabra “calidad” eriza los pelos de muchos, como si referirse a ella revelara de imperialismo epistemológico. Calidad todavía suena, para algunos, a lenguaje empresarial anglosajón, imbuido de connotaciones fordistas y oriundo del léxico del mundo del “eficientismo” productivo. El aseguramiento de la calidad, la fiebre de los ISO, las acreditaciones de toda índole, y todo el discurso de “los procesos” les resulta nauseabundo, como si el fetichismo por la calidad fuera el testimonio de una sociedad preocupada con lo procedimental y no con lo estructural: meollo del asunto.

¿Pero qué pasa si un proyecto político progresista empuña el principio de la calidad para reivindicar causas históricas de la izquierda: la regulación estatal, el fin de los abusos mercantilistas, la recuperación pública de un bien público, la democratización?

Fue, después de todo, gracias a la calidad que se pudo cerrar  14 “universidades” que hacían un gran daño a sus estudiantes y a la sociedad que recibía a los graduados en su seno. Y es gracias a esa misma calidad que se puede enfrentar uno de los males mayores del neoliberalismo: la oferta irresponsable de carreras con nombres pomposos pero sin ningún asidero académico, diseñadas para seducir a clientes y no a estudiantes sujetos de derechos.

El aseguramiento de una calidad, cuyo significado debe estar en constante construcción, puede motivar muchas transformaciones progresistas; incluso, para cambiar la naturaleza machista de la universidad ecuatoriana, por ejemplo si se mide la proporción de autoridades académicas mujeres en una universidad que sabemos plagada históricamente por el caudillismo patriarcal; para incentivar la participación académica de los pueblos y nacionalidades; para evitar la precarización laboral de los docentes; o para fomentar regímenes de becas; entre muchos otros estímulos.

Por otro lado, la gratuidad de la educación superior pública de tercer nivel, conseguida en la Constitución, debe ser acompañada de mecanismos para asegurar su calidad. Sin ese tándem simbiótico, esta histórica consecución, que contraría la tendencia global de creciente arancelamiento y privatización, será un simple saludo a la bandera, sin consecuencias emancipadoras para la sociedad.

La resistencia a las políticas de calidad por parte de un puñado de intelectuales de izquierda es en realidad muy desveladora de aquella misma visión ultra-autonomista que tanto caracterizó al fundamentalismo neoliberal. Aquella academia sacrosanta, muy “post-todo”, más allá del bien y del mal, y que se rehúsa a sujetarse a la regulación del Estado moderno, defiende, en últimas circunstancias, la misma universidad-hacienda y el mismo “coronelismo” universitario que aquellos que se encuentran, supuestamente, en la otra orilla del espectro político.

Lejos de elitizar  la educación superior en términos socioeconómicos, la calidad es intrínseca a cualquier proceso redistributivo y de reconocimiento fomentado desde lo público. ¡Calidad es democratización!

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