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El Telégrafo

“Beep, beep, beep…”

24 de mayo de 2013

En 1957, el Sputnik 1 fue puesto en órbita. El primer satélite artificial mandó una señal: “Beep, beep, beep…”. Los tres meses que el Sputnik 1 orbitó la Tierra antes de que se desintegrara en la atmósfera, la señal de radio solo transmitía “beeps”.

Fueron estos “beeps” los que motivaron a toda una generación de científicos, ingenieros, economistas y políticos a entrar en una carrera espacial que políticamente terminaría con el hombre en la Luna, pero que ha llevado a la humanidad a poner al Voyager II en el espacio interestelar y al Curiosity en Marte.

Pasaron más de 50 años entre el Sputnik y nuestro Pegaso. Ahí es más fácil concebir el retraso tecnológico del que tanto nos quejamos. Pero hay algo esencialmente convergente entre el Sputnik y el Pegaso: hay una chispa. Es el destello inicial de que, efectivamente, hay cómo. De que sí, no somos ni los mejores ni los primeros, pero nos damos modos. Y al final del día es nuestro grano de arena al conocimiento. Y este acceso, probablemente lo más loable del proyecto, es libre.

Están sus detractores. Y tendrán sus razones. Y no por eso serán vendepatrias o menos ecuatorianos. Pero hay un tono que ridiculiza los logros del otro y se sonríe de sus calamidades. Esa maldita incapacidad de alegrarse por lo ajeno.

A minutos del anuncio de la posible colisión del Pegaso, fue desmotivante la cantidad de bilis derramada. La abrumadora idoneidad para aprovecharse del
momento justo para hacer leña del árbol caído.

Lo que no ven es la trascendencia de Pegaso. Su carencia de innovación y limitaciones tecnológicas significan que cualquiera lo podría hacer. Pero nadie lo había hecho antes. Lo que el Estado gastó con el dinero de los contribuyentes, de nosotros, en estos siete días de vuelo pudo ser invertido en otras necesidades. Pero esta es una necesidad imprescindible en un país que carecía de exploradores. Es la necesidad primordial del ser humano de salir de la cueva en busca del fuego platónico.  

El Pegaso hizo sentir, por un momento, como astronauta a un país. ¿No es eso suficiente? ¿No es, acaso, la motivación originaria, esa curiosidad intelectual, esa puerta que se abrió a miles de ilusos y soñadores, de posibles e imposibles, la base misma de la naturaleza del “emprendimiento”? Yo me quedo con lo que hizo el Pegaso, a la espera de lo que vaya a poder hacer. Yo me quedo con nuestro propio “beep, beep, beep…”.

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