Gram, Durendal, Joyeuse, Excalibur. / Sus viejas guerras andan por el verso, / que es la única memoria. / El universo las siembra por el Norte y por el Sur. / En la espada persiste la porfía de la diestra viril, / hoy polvo y nada… nos dice Borges en el poema “Espadas”, para recordarnos la historia de estas armas que han matado reyes y serpientes, como aquella utilizada por Perseo, en el mito griego, cuando corta la cabeza de la gorgona (terrible, en el griego antiguo) Medusa.
Esto a propósito de la disputa por las espadas de Eloy Alfaro y de Pedro Montero, aquellos hombres que no tuvieron tiempo de desenvainarlas, en el sentido figurado, cuando la turba -alentada desde el púlpito- fue pródiga en su infamia (García Moreno, también en un hecho repudiable, murió de catorce machetazos y seis balazos). Más allá de la polémica del sitio donde descansarán las armas está un símbolo: el país, de a poco, encuentra su destino como pueblo porque las espadas regresan al museo de Montecristi, el lugar de las musas, y no al campo de batalla, donde caminan los espectros. Por eso hay tanto debate, porque las espadas representan también la sangre derramada desde hace un siglo entre liberales y conservadores.
Volviendo a la mitología, de aquellas primeras espadas llama la atención Excalibur, la espada legendaria del rey Arturo. Cuenta la leyenda que fue el propio Merlín quien forjó la hoja en Ávalon, la isla de las hadas, y la clavó en una piedra. Otro mito asegura que fue una poderosa hechicera, la Dama del Lago, quien entregó al mago para que, a su vez, protegiera a Arturo en las batallas. Al final, el rey moribundo ordenó devolver la espada al lago.
Quien no tuvo mucha paciencia fue Rodrigo Días de Vivar, el famoso Cid Campeador. Primero entregó a sus yernos los infantes de Carrión sus enormes espadas, Tizona y Colada, pero después de que estos agraviaron a sus hijas, Doña Elvira y Doña Sol, los fieles al Cid los castigaron con la deshonra.
Hay una espada maldita en la mitología nórdica. Se llama Tyrfing: cada vez que se desenvaina pide la sangre de un hombre, aunque curiosamente fue forjada por los enanos, según cuentan las sagas. Hay modernas espadas, al estilo del Sable de Luz, de la Guerra de las Galaxias; y legendarias, como la katana de los samuráis.
Es extraño, los poetas, los que nunca han blandido estas filosas sierpes de duro hierro, nos pueden contar sus historias. Borges lo dice: Otra suerte de espadas hay, / murales y cercanas. / Déjame, espada, usar contigo el arte; / yo, que no he merecido manejarte.