El tren más difícil del mundo era aún más difícil hacerlo en Ecuador. Qué extraño, dijeron los contratistas gringos, cuando los delegados negociaban por Ecuador: es el único presidente que no ha pedido sobornos. Eloy Alfaro era una rareza, aunque en el entonces Congreso los conservadores se oponían al proyecto. Allá en Nueva York, fue José María Vargas Vila, aquel que escribió después “La muerte del cóndor”, quien presentó a Alfaro a José Martí.
El proyecto ferroviario en el país no era cualquier cosa: se trataba de unir las regiones con visión geopolítica, por eso estaba planeado llegar a Iquitos. Pero Alfaro era más que eso: había decidido que el país fuera distinto.
¿Qué hay de malo recordarlo ahora? Por último, los imaginarios llegan a un país cuando este está listo. La historia siempre puede volver a ser contada. Que lo digan los colombianos desde Gabriel García Márquez a William Ospina, con fabulosos libros de Bolívar. Desde Alfredo Pareja Diezcanseco, en La Hoguera Bárbara, no hemos tenido otro relato magistral del general de las derrotas. Creo que es el momento oportuno para que nuestros escritores y escritoras nos develen en el lenguaje de este tiempo esta historia que ha permanecido tanto tiempo en el olvido.
Para empujar el asunto, Eduardo Galeano, en “Memorias del fuego”, tomo III, cuenta nuestra historia, hasta con una palabra en lunfardo: “Una mujer alta, toda vestida de negro, maldice al presidente Alfaro mientras clava el puñal en su cadáver. Después levanta en la punta de un palo, bandera flameante, el ensangrentado jirón de su camisa. Tras la mujer de negro, marchan los vengadores de la Santa Madre Iglesia. Con sogas van arrastrando, por los pies, al muerto desnudo. Desde las ventanas, llueven flores.
Chillan vivas a la religión las viejas comesantos, tragahostias, cuentachismes. Se enchastran de sangre las calles empedradas, que los perros y las lluvias nunca podrán lavar del todo. En el fuego culmina la carnicería. Se enciende una gran hoguera y allí echan lo que queda del viejo Alfaro. Después pisotean sus cenizas los matones y los hampones a sueldo de señoritos.
Eloy Alfaro había osado expropiar las tierras de la Iglesia, dueña de mucho Ecuador, y con sus rentas había creado escuelas y hospitales. Amigo de Dios, pero no del Papa, había implantado el divorcio y había liberado a los indios presos por deudas. A nadie odiaban tanto los de sotana ni temían tanto los de levita. Cae la noche. Huele a carne quemada el aire de Quito. La banda militar toca valses y pasillos en la retreta de la Plaza Grande, como todos los domingos”.