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El Telégrafo

A propósito de espionajes

20 de junio de 2013

Emilia Cadelago tenía 18 años, trenzas rubias, y labios frutales, hechos para el beso. Era apenas una colegiala y tenía el deber de comentar la obra de Leopoldo Lugones, reconocido poeta argentino. Para sacar la mejor nota, decidió visitar a aquel hombre que ya superaba el medio siglo. La secretaria del poeta le informó que una niña lo esperaba afuera del despacho. “Si quiere un autógrafo, que espere”, dijo el poeta. Al final, hubo un saludo personal de apenas un minuto y al saber que era una entrevista, el hombre citó a Emilia para el día siguiente, a las seis de la tarde.

Emilia estuvo puntual. Llegó a la oficina y encontró la puerta semiabierta. La empujó, y vio al poeta parado sobre su escritorio, que recitaba: “Lo que aquella tarde me cambió la vida, dejándola por siempre a otra atada, fue una joven suave de vestido verde, que con dulce asombro me miró callada”. El poema era malo, pero el gusto de la joven era peor, y fue suficiente para un amor inmediato entre aquella pareja dispareja.  

En aquella relación, todo era imposible. Ella, una jovencita. Él, un hombre casado que tenía un hijo terrible. Y esa fue la desgracia. Polo, el hijo del poeta, era  comisario de policía, acusado de violación de menores, pero endiosado en su cargo por los métodos de tortura y de espionaje en los cuales era experto. Aquel hijo perverso descubrió los amores secretos de su padre, y grabó las conversaciones. La cinta la llevó al padre de Emilia, que era otro militar.

El resultado fue inmediato: Emilia fue desterrada de Buenos Aires por su propia familia, llevada a un ignoto lugar, y Leopoldo Lugones, el poeta, se quedó con el corazón partido, masticando nostalgias, y escribiendo cartas que, seguro, no llegaron a las manos de la jovencita. Al final la mano derecha, cansada, abandonó la pluma, y tomó un vaso de whisky con cianuro.

Polo Lugones, el policía que espiaba a su padre y que propició su suicidio, quizás tuvo algún remordimiento, pero lo aguantó bien. Terminó suicidándose, como su padre, pero 45 años más tarde. Y Susana, que era la hija del policía espía, también era espiada. Pero, en su caso, fue víctima de la dictadura argentina, que la detuvo y la desapareció en la navidad de 1978. A Susana la “suicidaron” los exalumnos de aquel policía delator de su propio padre.

En ajedrez, dicen los maestros, hay que desconfiar de todo y de todos, porque es un mundo terrible. Pero nunca como el de la vida real.

Juega Middleton contra Rubinstein. Barmen, 1905. Acá mata el que está más escondido:

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