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Ecuador, 22 de Septiembre de 2024
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El Telégrafo
Daniela Ángela Leyton Michovich

8 de marzo, cada día

18 de marzo de 2022

Cada año se nos quiebra la voz exigiendo cosas tan básicas: que nos dejen vivir dignas y tranquilas, que nos consideren personas. Cada año en distintos países, nos ponen la policía en frente, nos gasifican, se desviven por paredes y no por la justicia que reclamamos para nuestras muertas, nuestras desaparecidas, nuestras compañeras violadas, traficadas, golpeadas.

 

Las violencias, como una ola expansiva, también intentan con frenesí retirarnos de los espacios en los que incomodamos, por ejemplo, nos exigen no evidenciar en nuestras hojas de vida que somos feministas para no parecer conflictivas o chifladas.

 

Las violencias en la práctica profesional adquieren matices varios. Pensemos en esta ocasión en aquellos trabajos que involucran salidas de campo, tan comunes en las ciencias sociales, la biología, la medicina, la ingeniería ambiental o la antropología por nombrar algunas de las carreras.

 

Resulta importante evidenciar estas violencias en el trabajo de campo porque nuestros cuerpos son expuestos y corren riesgos, sin embargo estas experiencias son la mayoría de las veces naturalizadas o silenciadas, incluso han llevado a que nosotras desarrollemos una sensibilidad particular para intentar resguardarnos, mantenernos con vida, para no tener que renunciar al oficio que amamos.

 

Aprendimos a normalizar la percepción de amenaza para estar alertas, hemos aprendido a vigilar nuestros tonos y ajustar la mirada, a dormir con un ojo abierto, a inventarnos estrategias para bloquear la entrada de nuestra carpa, aprendimos a desconfiar para sobrevivir, a consumir nuestra propia comida y no aceptar nada de extraños, a ocultar nuestro cuerpo con ropa holgada y aguantar días sin bañarnos porque sencillamente no existen espacios básicos seguros para cubrir esta necesidad.

 

Hemos aprendido a responder ante alguna que otra burla, acoso verbal disfrazado de galanteo o chiste grosero de algún dirigente o colega machista, aprendimos a ver  como luego de responder nos boicotean el trabajo o nos tachan de “racistas” “marimachas” por no reírnos de algo que no tiene gracia, de algo que agrede, vulnera y lástima, aprendimos a embarcarnos en viajes desgastantes de defensa dónde las probabilidades de perder, por ser mujer, siempre son más altas.

 

Aprendimos a escuchar historias de hermanas, mujeres indígenas, que nos piden no hablar de toda la violencia que viven, de esas violencias de las que incluso nosotras a veces llegamos a ser testigos, nos piden callar por “el bien de la comunidad” o la "familia" hemos aprendido a encontrarnos en estos dilemas que hacen que muchas veces regresemos a casa con el corazón roto, con una impotencia enorme pero con la firme convicción de luchar contra estas injusticias.

 

Finalmente, estamos aprendiendo a mirar nuestro trabajo de campo de forma diferente, estamos aprendiendo en colectiva a ampararnos, a denunciar, estamos aprendiendo a cuestionar a una etnografía clásica ciega de epistemologías feministas, aprendemos a recordar que somos mujeres haciendo ciencia y ese lugar de enunciación y de reflexión no puede pasar desapercibido,nos dimos cuenta de que  ese es un lugar urgente al que no nos da la gana de renunciar.

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