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Ecuador, 28 de Septiembre de 2024
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El Telégrafo

11 de septiembre de 1973

13 de septiembre de 2013

La cercanía de la laxitud de la primavera de ese año nefasto no se compadecía con el denso clima ideológico  que se respiraba en todo Chile. Ni siquiera la tormentosa herencia histórica de una nación casi sin  gobiernos dictatoriales, con una función legislativa que era de las más antiguas del orbe y un movimiento  sindical arraigado en las masas populares impedían los turbios presagios del golpe tan anunciado, publicitado por la serie amarillista de los periódicos pagados por la CIA.

Ese día escuchaba una de las corporaciones radiofónicas, conspicua enemiga del régimen de la Unidad Popular, que entre las consabidas noticias truculentas recordaba el pronóstico  del tiempo, tan necesario en un territorio con cuatro estaciones. De pronto, una marcha militar irrumpió en la programación, una voz metálica  identificó su origen: “Es la red democrática (...). Teniendo presente la gravísima crisis social y moral que atraviesa el país, las Fuerzas armadas y Carabineros deciden que el Presidente de la República  debe proceder a la entrega inmediata de su cargo a las instituciones armadas”. Entendí raudo que el  esperado putsch fascista estaba en plena acción operativa, luego me enteré de que, con  las últimas sombras de la madrugada, la escuadra que había zarpado de Valparaíso para operaciones Unitas con la flota norteamericana retornó a la rada y que sus miembros se tomaban las instalaciones gubernamentales, apresando a autoridades civiles, desconociendo a sus mandos. Las mujeres capturadas después fueron violadas.   

Son las  9:20 de la mañana, Salvador Allende se dirige  a la patria, desde el palacio presidencial, a través  de Radio Magallanes, la única emisora popular que al momento no había sufrido el bombardeo de sus plantas. Es su último discurso, su testamento político, inolvidable:  “No voy a renunciar, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano”, juramento solemne que cumplió sin vacilaciones como hombre de honor que siempre fue. Y se inició la batalla desigual, solo comparable a la del gueto de Varsovia, durante la Segunda Guerra Mundial. Tanques y morteros frente a las armas cortas de los defensores de la legalidad, centenares de soldados frente a un puñado de valientes  y la aviación facciosa con sus cohetes destruyendo La Moneda, que ardió por los cuatro costados y con ella el “asilo contra la opresión”.

Desaparecía la vida, pero no la obra de un hombre y de un proceso que  preservó  la libertad, la justicia social y la ley, encabezando un gobierno de realizaciones patrióticas y soberanas que cayó  por la traición de una cúpula castrense infiltrada hasta los tuétanos por los imperios con vocación nazifascista, apoyada en la clase dominante, integrada por terratenientes e industriales de concepciones políticas  medievales, y  parte de una clase media pusilánime y oportunista, todos inmersos en la conspiración planificada y ejecutada con diabólica precisión por Nixon y sus boys. Han transcurrido 40 años de esa jornada abominable, el conglomerado social chileno padeció  más de tres lustros  una tiranía ignominiosa, donde la felonía, el dinero y el hartazgo del abuso compitieron con la tortura y la muerte. Las heridas de esa hecatombe constitucional y humana siguen abiertas.

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