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El Telégrafo

Zaruma, el pueblo encantado

20 de julio de 2013

Desde el mirador de Zaruma, allá en El Oro, y tras conocer su historia, enseguida se evoca el poema de Francisco de Quevedo y Villegas: “Nace en las Indias honrado / donde el mundo le acompaña; /viene a morir en España / y es en Génova enterrado; / y pues quien le trae al lado / es hermoso aunque sea fiero, /poderoso caballero / es don Dinero”.

Este pueblo encantado tiene nombre real: Villa Real de San Antonio del Cerro de Oro de Zaruma, otorgado por el mismísimo Felipe II, el 17 de octubre de 1593. Alonso de Mercadillo la fundó de manera provisional en 1549, hasta 1820, cuando los batallones de Simón Bolívar y los colombianos, como éramos conocidos todos en la Gran Colombia, los espantaron, se calcula que los españoles se llevaron en los tres siglos 2.700 toneladas de oro de Zaruma.

Los zarumeños miran  cómo sus antiguas casas son devoradas por el frío concreto. Creen que es un lirismo eso de las declaraciones patrimonialesEl Corregidor venido de Loja, Damián Meneses, el 8 de diciembre de 1595, se encargó de que este pueblo pase, literalmente y por breves períodos, a las arcas del ávido Rey y sus descendientes, quienes sucesivamente lo despilfarraron en los oropeles más allá de Flandes. “España tenía la vaca y otros tomaban la leche”, lo dice Eduardo Galeano en el libro “Las venas abiertas de América Latina”.

La otra pepa preciada en Zaruma es su café. Eso lo sabe Marcelo Valverde Feijoo, quien desde hace más de medio siglo tuesta y expende este aromático producto que, al ser sembrado en ceja de montaña y por secretos que da la humedad, tiene características únicas. El café debe ir acompañado por el típico “tigrillo”, que es un platillo no de piel de tigre sino de plátano, del llamado verde, con huevo, queso y carne de cerdo al jugo. Entonces, es en su paisaje y en su arquitectura –de finales del XIX– donde parece estar su futuro, que muchos ecuatorianos no han visto nunca, porque algunos siguen hipnotizados en las vitrinas de oropel de Miami.

Mas, los zarumeños miran con preocupación cómo sus antiguas casas son devoradas por el frío concreto. Creen que es un lirismo eso de las declaraciones patrimoniales, a menos que la situación cambie. Y en eso son los propios empresarios del oro quienes tienen la decisión para preservar este pueblo de hechizo. Después de todo, esta tierra, con el hecho de existir, ya les ha prodigado más que los molinos que trituran los metales que nacen del cuarzo, en medio de olores de orquídeas y zaguanes encantados. Y de mujeres de ojos enigmáticos, que nos recuerdan al poema de Neruda: “tienes enredaderas y estrellas en el pelo (…) / como el verano en una iglesia de oro”.

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