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El Telégrafo

Y después... ¿qué?

14 de febrero de 2013

Sí, es cierto: el 17 de febrero, en la elección de Presidente, triunfará “el que sabemos”. El que todos saben, incluidos  los componentes de esa fanesca rancia llamada oposición. Y el triunfador ganará acompañado de una considerable nómina de asambleístas, ni tan numerosos como los desearía, ni tan escasos como lo imploran a Jesús del Gran Poder y al Tío Sam los cruzados de la partidocracia.

Y es aquí donde viene la pelotera; no solamente por el número, sino porque, aparte de una valiosa legión de asambleístas claros y firmes, habrá también un contingente de bocas silentes y de calientasillas sin más mérito que el endoso del voto presidencial, fáciles de ser despistados y confundidos. En esa arena, los gladiadores de la demagogia harán su agosto, obstaculizando la aprobación de leyes, voceando calumnias espectaculares, proponiendo fiscalizaciones a troche y moche, provocando incidentes.

Todo en el mejor estilo de los famosos congresos nacionales, donde Febres-Cordero acaudillaba a los “patriarcas de la componenda”, Nebot amenazaba con mear encima de algún diputado socialista y el “Pocho” Harb tiraba al suelo y pisoteaba el sombrero de Salvador Quishpe, hoy en andariveles políticos fraternos con el legislador racista.

Esto naturalmente con luces, cámara y acción de los grandes medios, encabezados por la prensa sipera, hija de la SIP fundada en 1942 en La Habana, bajo el ala cariñosa de la primera dictadura de Fulgencio Batista, por decisión de los grandes periódicos yanquis y sus congéneres de otros países.

En tales condiciones, ¿de dónde sacar fuerzas paran batir con éxito a la contrarrevolución desatada, y avanzar por el camino de las leyes transformadoras y las realizaciones trascendentes? Sin duda, para hallarlas con clara definición, lo primero que se impone es someterlo todo al fuego purificador de la autocrítica, sin favor para nadie, a fin de ubicar las fallas actuales y las responsabilidades. Y desde luego, combatir el sectarismo que desune y rompe, tanto como los desmedidos apetitos burocráticos de ciertos partidarios y del enjambre de huairapamushcas que siempre se introducen en el carro del triunfo.

Como también se vuelve impostergable desechar los consejos que piden cesar las confrontaciones y conciliar, y que provienen de las hadas madrinas, protectoras de reyes y reyezuelos del pasado, cuando en la historia nacional hay episodios trágicos derivados de las políticas de mano blanda, como aquella del “perdón y olvido” propugnada por Eloy Alfaro, que le llevó a la “Hoguera Bárbara”, o las vacilaciones del presidente Roldós, que le llevaron a morir incendiado en el aire sobre la montaña de Huairapungo. En las condiciones del Ecuador, conciliar es detenerse, detenerse significa retroceder, y retroceder equivale a morir.

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