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El Telégrafo

Óscar Arnulfo Romero, arzobispo y mártir

25 de octubre de 2013

Varios de mis lectores, especialmente jóvenes que generosamente me favorecen con el seguimiento de mis  artículos en El Telégrafo, me han pedido que me refiera a la vida y a la obra social de monseñor Óscar Arnulfo  Romero, arzobispo de San Salvador, cruelmente masacrado el 24 de marzo de 1980, en plena guerra sucia orquestada por la oligarquía salvadoreña, que en concubinato monstruoso  con la CIA concibió a los   “escuadrones de la muerte” como el instrumento genocida para liquidar las reivindicaciones populares y así  mantener sus privilegios.

Óscar Arnulfo Romero nació en Ciudad Barrios, el 15 de agosto de 1917. Desde muy niño, la necesidad sentida del servicio a Dios se hizo presente y a los 14 años ingresó al  Seminario de San Miguel. Ya como sacerdote realizó su labor pastoral, aparentemente dentro de los cánones que se podrían calificar de ortodoxos. Y en verdad algunos lo tildaron de conservador, frente al debate fundamental que se daba en el seno de la Iglesia, que después de la reunión de la Conferencia Episcopal de Medellín, en 1968, solventó  con fuerza la opción por los pobres.

Elegido Arzobispo, a partir de una terna en la que constaba el obispo Arturo Rivera y  Damas -denostado y temido por la derecha salvadoreña y la dictadura que oprimía al país-, la selección de Romero como primado de la República de El Salvador podría decirse que fue del agrado de la burguesía, sus acólitos veían en él al intelectual defensor de la fe, preocupado más bien de los libros, la pureza de la doctrina, antes que de la lucha por los derechos humanos, la libertad y la justicia.

Muy pronto, aquellos poderes fácticos notaron cuán equivocados estaban, pues el palpable contrapunto de la realidad sociopolítica de la nación, de la década de los 70, que era gravísima, no le fue indiferente y, por el contrario, merecieron su enérgica condena los abusos y los crímenes del poder. Los múltiples asesinatos de dirigentes sindicales y campesinos, de estudiantes y mujeres violentadas, cuyos cadáveres aparecían con letreros infamantes, en las calles y senderos de las ciudades y campos, le hicieron exclamar, el 23 de marzo de 1980, en mensaje directo a los agentes del Estado: “Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”.

Al día siguiente de su dramático exhorto, cuando celebraba  la misa en el hospital La Divina Providencia, de la capital, una bala le atravesó el corazón. La sangre de monseñor Romero y la de miles de sus compatriotas hicieron posible disipar la furia ensordecedora de la tormenta de la guerra civil  en su patria, que se convirtió en el sentimiento prevaleciente por la paz en Centroamérica, que se sostiene, ojalá para siempre.

El metal elocuente de su voz que como ilustre epígrafe nos introduce en el segmento “La libertad de expresión ya es de todos” en los informes presidenciales de cada semana -mal llamados sabatinas- muestra su temple de luchador y a los enemigos que debió enfrentar -entre otros la mediocracia- y nos recuerda que, como decía Muriac: “No se sufre por pertenecer a una religión, a una iglesia, por haberla elegido, sino por haber nacido en ella”.

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