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El Telégrafo

La intolerancia

11 de abril de 2013

Al tremebundo arzobispo de Guayaquil, que se cree un Júpiter tonante y pretende imponer sus ideas a los demás, le han salido rivales de cuidado entre la multitud de iglesias evangélicas que hoy pululan en el país.

La semana pasada un grupo de evangelistas alevosos ha pretendido asaltar una iglesia católica y ha cometido variadas agresiones contra los fieles que salían de una misa, entre otras cosas rompiendo imágenes y profiriendo insultos contra sus víctimas. Antes y después de ese acto han protagonizado manifestaciones públicas anticatólicas.

Se trata, sin duda alguna, de un grave delito contra la libertad de conciencia y, en general, contra los derechos de libertad consagrados en la Constitución. Y atenta contra el ambiente de pluralidad y tolerancia que nuestra Carta Magna garantiza a todos los ciudadanos nacionales y extranjeros que se hallen en el territorio nacional.

De otra parte, es necesario precisar que el derecho de asociación, reunión y manifestación libre, del que han usado y abusado los evangélicos, debe ser entendido en su sentido positivo, es decir, como una permisividad garantizada en beneficio de la opinión de un grupo, pero jamás en su sentido negativo, esto es, como un derecho a asociarse y reunirse para atacar a otras personas u otras creencias.

Un notable ecuatoriano, el doctor Vicente Rocafuerte, escribió y publicó a comienzos del siglo XIX un libro llamado “Ensayo sobre la tolerancia religiosa”, en el que sostuvo que era indispensable la libertad de cultos para que cada quien viera respetadas sus creencias, y también sostuvo que “la prosperidad moral y la fuerza política de una nación están en razón directa del mayor o menor grado de tolerancia religiosa que ella admite en su Constitución”.

Así, pues, la lucha contra la intolerancia religiosa nos ha costado, como país, dos siglos enteros de esfuerzo, en los que se han sucedido inevitables altibajos. Pero, en general, hay que reconocer que el establecimiento del Estado laico, durante la revolución liberal, fue el punto de partida para la conquista de una creciente tolerancia, que en las últimas décadas ha sido ciertamente satisfactoria.

Por eso mismo hay que tomar las medidas del caso para que el escándalo ocurrido en Guayaquil no se repita nunca más, en ningún lugar del país. Y a los fiscales y jueces corresponde aplicar la ley y perseguir este delito de intolerancia, que bien podría clasificarse entre los crímenes de odio.

No soy católico ni defiendo a ninguna confesión religiosa. Por el contrario, soy un librepensador, pero precisamente por serlo creo en la libertad de conciencia y la defiendo con pasión, porque entiendo que ella es la base de muchas otras libertades y que sin ella estamos amenazados de volver a sufrir la violencia sectaria de otros tiempos.

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