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El Telégrafo

La “Hoguera Bárbara”, 101 años

01 de febrero de 2013

Con fanfarrias y sonido de clarines se suele dar sepultura a los héroes y a los mártires de la patria, de igual manera la recordación fúnebre teniendo mucho de afecto, que de muerte permite entregar oraciones y loas a algún prohombre y a veces -solamente a veces- soslayar las verdades históricas sustentando una versión casi idílica del homenajeado. No obstante, como humilde militante de las remembranzas, traigo una mezcla de  palabras de amor y de ira santa en ofrenda  para quien fue el mayor ecuatoriano de todos los tiempos: el general Eloy Alfaro Delgado, asesinado un 28 de enero de 1912, en Quito, por una turba enloquecida  por el alcohol y la sangre, crimen en cuya planificación y ejecución se unieron los  grandes terratenientes  serranos, los plutócratas costeños junto a la barbarie eclesial, para eliminar al “masón sacrílego”.

De allí que en esta fecha de recordación nacional e internacional es importante   contar las viejas anécdotas, que no por antiguas pierden vigencia y en referencia al hecho  terrible de la pira infame de El Ejido y la conducta del puñado de fanáticos inquisidores y psicópatas sociales hechores intelectuales y tangibles de la masacre del Panóptico, la siniestra prisión “garciana” donde exterminaron a Alfaro a su hermano Medardo, a su sobrino Flavio, a los generales Manuel Serrano y Ulpiano Páez y al periodista Luciano Coral.

El suceso luctuoso, tantas veces descrito, sin embargo, puede ser ampliado con  múltiples testimonios de testigos presenciales que, impávidos y horrorizados, fueron espectadores; mas, timoratos y amenazados por los poderes fácticos, no acudieron al llamado del fiscal Pío Jaramillo cuando los llamó a testificar en el juicio, versión  que, gracias a la tradición oral de nuestro pueblo, se ha permitido salvar del olvido en el siglo anterior.

Y así, entonces, nos encontramos con fundamentales evidencias de la complicidad criminal en la carnicería de los bravos liberales radicales, en el gobierno de Carlos Freile Zaldumbide y sus ministros de Gobierno y de Guerra, Octavio Díaz y Francisco Navarro, y de quienes  armaron la emboscada fatídica para que apareciera el pueblo de Quito como culpable de un ajusticiamiento de perpetradores políticos. La  acusación del fiscal Jaramillo Alvarado, el 6 de marzo de 1919, es memorable: “Acuso, ante la historia, la responsabilidad del gobierno de Freile Zaldumbide”.
 

Sin embargo, la materialidad de la conspiración fue simple, el cochero de la casa presidencial, José Cevallos, que asesinó al “Viejo Luchador” de un garrotazo en la cabeza, y de inmediato le dispara un tiro a su cadáver, fue el organizador del  aquelarre en la preliminar fase facinerosa; se encargó de la contratación  de los  malvados truhanes y prostitutas, entre ellos Ángel Viteri, expulsado del ejército alfarista por abuso y corrupción en 1906; a un vicioso carpintero, que fue sacristán en la Iglesia de Santo Domingo, de nombre Emilio Suárez, que consiguió el dinero para pagar a la chusma; a la meretriz conocida como la “Ofelia”, que clavó una daga en el pecho del general Serrano para luego lamer el puñal ensangrentado y que narraba a sus clientes la “hazaña”; Costales, un desertor del ejército de Freile, a quien Plaza le perdona ese delito, es el que consigue las sogas para el arrastre por las calles capitalinas, mientras otros le cortaban la lengua a Luciano Coral.

El crimen más atroz en la historia republicana del Ecuador quedó en la impunidad absoluta.

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