Uno de los problemas más cruciales de toda revolución es su estabilización, para lograr la cual, en todos los casos que conoce la historia, es condición absoluta la unidad. Y esto por el simple hecho de que cualquier revolución, al significar desplazamientos del poder y cambios -por mínimos que sean- enfrenta fuerzas de larga implantación, que dominan todos los planos de la vida: lo político, económico, social y cultural. Aquí se origina, cabalmente, la fractura de la unidad.
Bolívar, en su lecho de moribundo, expresó: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se haga la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”Siempre fue así. Tanto que durante la Revolución Francesa, 1789, se creó la horrenda figura de que la revolución devora a sus hijos. Y es que entonces, entre las llamaradas de la gigantesca conmoción que ella significó en todos los órdenes, unos u otros líderes se empujaron a la guillotina. La diversidad ideológica, política y religiosa; la diferencia de individualidades, aspiraciones y ambiciones, conspiró contra la unidad necesaria para la consolidación del triunfo. En similares procesos históricos, por esas brechas o hendijas se infiltra y abre paso la contrarrevolución.
Cuba lo sabe bien y de allí la insistencia del presidente Raúl Castro en la necesidad de mantener la unidad del pueblo cubano para defender su revolución y hacerla caminar, tanto en el plano interno como en el inmenso proyecto de unificar a los pueblos latinoamericanos y del Caribe para enfrentar los desafíos del imperio.
A propósito, en los albores de la Revolución Cubana un fenómeno de nefasta incidencia la puso en peligro: el sectarismo, denunciado y combatido valerosamente por Fidel Castro. Entonces se trató de que un grupo de viejos dirigentes comunistas, con Aníbal Escalante a la cabeza, desplegó múltiples maniobras para ganar poder dentro del poder. Finalmente triunfó la unidad y avanzó la revolución.
En este 26 de julio, en el 60 aniversario del Moncada, hemos visto flamear en manos del pueblo una consigna: “Revolución es unidad”. Y hemos recordado la lucha tenaz del Libertador Simón Bolívar por mantener la unidad de los patriotas, de acuerdo a su visión expresada en la Carta de Jamaica, el 6 de septiembre de 1815, que fue su más importante documento político. Allí expresa:… “lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre, es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.
Su convicción fue tan rotunda que la reafirmó en su lecho de moribundo, cuando declaró: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se haga la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Esto deberían recordarlo esos llamados revolucionarios que aquí en Ecuador y dondequiera, para oponerse a los cambios que no lideran, utilizan la verborrea y esgrimen supuestos purismos ideológicos tras distintas caretas, que ocultan un solo denominador común: traición. Traición a la patria, a nuestra América, a la humanidad.