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El Telégrafo

Cangrejos

05 de octubre de 2013

“No hay nada peor que el hambre”, piensa el cangrejo mientras observa cómo le arrancan al otro crustáceo las patas una a una, las aplastan con una maza, las chupan y echan el resto en una fuente de plástico, le abren la panza y devoran los sesos con fruición, mezclados con un delicioso ají y bebiendo algunos tragos.

Apenas se atreve a mirar esas manos que se abalanzan a por otro compañero y le pasan rozando. “Eso sí que son unas tenazas”, piensa mientras le gruñe el estómago, pues percibe el olor inconfundible del cangrejal, a cerveza, marisco y especias. Tampoco se atreve a moverse, y eso que es el único cangrejo vivo de la fuente.

Con estupor ha presenciado cómo al resto de la familia la cocían viva; a los que no habían congelado antes, claro. Desde lejos ha visto en la nevera al tío Federico, que era bien presumido y estaba más tieso que nunca. Quizá pueda gritar, pero duda de que nadie lo entienda, están demasiado ocupados mordiendo, chupando, tragando y pidiendo más primos a los que comerse. La mano lo atrapa por fin: “¡Ay!, ya me ha arrancado una pata.

¿Y por qué pone este hombre esa cara de miedo? ¡Si yo ni siquiera me quejo! Ahora se levanta y llama al camarero, y encima quejándose, cuando se ha comido ya a toda mi familia y se ha bebido unos cuantos litros de cerveza. Mira cómo se tambalea. Para que luego digan que los cangrejos andamos de lado y comemos cualquier cosa. Pues yo también me voy…”. Es entonces cuando el cocinero atrapa al cangrejo y lo echa en la olla.

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