La palabra Chamanga suena fuerte, musical, provoca la sonoridad de un ritmo caribeño, así como decir la charanga o algo por el estilo. Pronuciar Chamanga da fuerza y sentido a un eco milenario. Quizá por eso queda la gran duda de dónde se originó la palabra, porque un poblado en Tanzania lleva el mismo nombre, también otro en Malaui, ese pequeño país fronterizo con Mozambique y, paradójicamente, uno más en Uruguay pero  con acento en la a: Chamangá. De este último en un portal de Uruguay se dice lo siguiente: “La Localidad Rupestre de Chamangá es una concentración de pinturas rupestres localizada al este de la ciudad de Trinidad en el departamento de Flores, Uruguay. Dicha localidad ingresó al Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP) de Uruguay. Actualmente, se está trabajando para que sea incluida en la lista de sitios de Patrimonio Mundial de Unesco. Las 43 pinturas rupestres, relevadas e inventariadas a la fecha en el área, tienen la singularidad de no estar en cuevas, aleros o lugares protegidos como en la mayor parte del mundo”. En Tanzania es apenas un punto del mapa, al pie de una elevación, que cubre la entrada de un estero en el lago Victoria, en el centro de África. En cambio que en Malaui está en un pequeño poblado cercano a una carretera de tierra, casi imperceptible en el mapa, muy lejos del lago Victoria de Tanzania. ¿Cómo hay poblados con el mismo nombre en 3 países y regiones tan alejadas como Tanzania, Malaui, Uruguay y Ecuador? ¿Es tanta nuestra marginación que hasta en los mapas y en la historia no podemos encontrar los nexos profundos de pueblos y culturas sobre un vocablo? Entonces, esa palabra seguramente proviene de África, en la voz de los esclavos traídos al Ecuador en el siglo XIX o mucho antes. Pero está en Ecuador, reconociendo o identificando a un pueblo esmeraldeño, fundado en 1954, y es ahí donde ocurrió un sacudón de la tierra que dejó afectado el 90% de las casas. Sin embargo hay que hacer una aclaración: todos la conocen como Chamanga, pero su nombre completo es San José de Chamanga, por ese sincretismo cultural y religioso que es producto de la colonización, sin duda alguna. Y a pesar de ello, con la realidad de Chamanga ni los dioses africanos ni los occidentales cristianos han tenido mucha consideración. Chamanga duele y provoca tristeza, aunque su gente sobrelleve la desgracia con la mayor voluntad y el mejor ánimo. El fin de semana pasado llovía y sus pobladores comenzaron a sentir el impacto de no estar en casas seguras, de pasar en los albergues con todo lo que ello implica, a veces agradeciendo al Estado, a ratos reclamándole por lo que falta, también recibiendo toda clase de ayuda de algunas personas y organizaciones. En Chamanga hay mucho por hacer, pero siempre hubo problemas, carencias y dificultades. No hay duda de que por la distancia, el abandono o lo que sea en Chamanga siempre faltó una buena calidad de vida. Sus pobladores tienen a sus pies uno de los paisajes más bellos. El manglar y el estero son únicos, pero ellos mismos los han destruido para sobrevivir, sacarle provecho o asentarse del modo precario y hasta riesgoso en el que les sorprendió el terremoto. Por las calles de Chamanga hay una nostalgia eterna: han querido ser un polo de atracción turística. Y eso no ha sido posible porque el atractivo es Mompiche. Se han esforzado por construir una cooperativa o alguna organización productiva, pero todo depende de la capital esmeraldeña o de una competencia con Muisne. Han buscado la forma de conectarse con los centros de interés cultural y las puertas no se abren. Y al mismo tiempo, con un sentido extraño de soledad, han querido ser un espacio de autogestión y de interrelación interétnica sin mayor bochinche, pero no hay apoyo. Pero también hay otros problemas: alcoholismo, drogadicción, prostitución, mendicidad, que no son necesariamente producto solo de la pobreza o la falta de atención. “No nos quejamos, porque también somos parte del problema”, dice una adulta mayor cuando mira al frente de su casa a unos jóvenes con varias botellas de cerveza y con la música a todo volumen. Y uno de ellos me dice: “Aquí no pasa nada. Por suerte vino este puto terremoto y muchos, como usted, al fin conocieron esta tierra y vinieron a condolerse de nosotros”. Por supuesto, ambos tienen razón. Una familia que no necesita de fotos ni de selfies ni nada Cecilia Viteri tiene 45 años y 30 de ellos los ha vivido en Quito. Salió de Esmeraldas cuando a su padre le dieron el pase siendo todavía cabo primero del Ejército. Nunca dejó de visitar su tierra natal, a sus parientes y amigos de la infancia. Y ahora volvió tras enterarse de lo ocurrido en Chamanga. En 2 días armó maletas y llegó con víveres, jabones y utensilios de limpieza. Recogió todo lo que pudo entre sus vecinos de La Magdalena. Y aquí está con sus hermanas, cuñados y sobrinos que suman 12. “No lo dudé ni un solo instante”, afirma con seguridad y orgullo. ¿Por qué? “Pues qué le diré”. Mira hacia los lados, se retuerce sus manos, con las uñas despintadas, revuelve su cabello despeinado y me mira como buscando en mis ojos una respuesta. Y tras 2 segundos suelta la frase que retumba en mis oídos hasta ahora: “Pues la tierra me llamó y aquí estoy”. No quiere ser fotografiada. Se ríe con vergüenza cuando se le menciona que su rostro es bello y que su actitud  merece un reconocimiento, “aunque sea con una foto en la portada”, como dice su cuñada Rocío, en medio de carcajadas. Cecilia, Rocío del Pilar, Carlos Ernesto, Juan Francisco y Soraya están en Chamanga desde el 19 de abril. Y van y vienen. Se turnan cada semana. Recogen comida, vituallas y medicinas. Juan Francisco y Carlos Ernesto son quiteños. Cada verano de la capital venían de paseo a Esmeraldas y recorrían las playas del sur de esta provincia. “Las de pelucolandía son insoportables”, dice Carlos Ernesto y confiesa que por un motivo estrictamente aventurero, desde hace unos 15 años han llegado a Chamanga, Muisne y Pedernales donde forjaron amistades, han cimentado una experiencia vital para sus hijos y sobrinos, pero, sobre todo, han vivido momentos de enorme placer y humanismo. Todos ellos se consideran una familia típica quiteña, porque “así somos de solidarios y comprometidos”. Al unísono señalan que no han necesitado nunca salir en la televisión ni en los periódicos. “Nuestro profundo cristianismo y solidaridad detesta todo eso. Yo sé que todo lo que hacemos será para nuestro orgullo íntimo”, afirma con un dedo por delante Cecilia. Cuando circule este ejemplar seguramente estarán trabajando en los albergues o ayudando en Pedernales. No comprendo ese ritual de coger las cosas y salir del barrio del sur de Quito para emprender un viaje de 5 horas y llegar como si fuese su trabajo o su  casa. Pero ahí estarán hoy como lo han estado en los últimos casi 2 meses con un compromiso que rebasa toda lógica mediática con el afán de salvar a Chamanga. (O)