La sensación de temor los ayuda a ser más precavidos al momento de preparar sus caídas
El miedo es un aliado de los paracaidistas
Para subirse a una montaña rusa, el teniente de navío Infante de Marina Wilson Zambrano toma precauciones. Lo hace con recelo. Pero al momento de lanzarse desde un avión a más de 12.000 pies de altura, en la modalidad de paracaidismo libre, no lo piensa. Afirma que al irrumpir en el cielo, el vértigo es mucho menor que al subirse en algún juego mecánico, pero el miedo nunca se va. Eso sí, “antes de saltar me pego una plegaria al Señor”. Dice que así se siente más cerca de Dios. Es una experiencia que ha querido compartir con sus familiares, pero la reacción de estos es que Wilson está loco.
Lo cuenta con risas este marino de 36 años, uno de los 200 paracaidistas que hasta hoy participan en el festival que se realiza en Manta en honor a los 187 años del Ejército. “Soy una persona muy tranquila, mi hermano Christian es más loco, pero en esta actividad yo soy más loco”, afirma Wilson, a quien su esposa, Graciela Toala, le ha pedido más de una vez que ya no salte. “Me ha dicho que ya pare la mano, pero ella sabe que voy a saltar hasta que el cuerpo me lo permita”.
Caer a 200 kilómetros por hora es algo que apasiona a este guayaquileño. “Además ver los paisajes de mi país es algo maravilloso. Manta es hermoso”. Pero una mala experiencia tuvo Zambrano el año pasado, cuando uno de sus compañeros, el cabo Alexánder Rodríguez, falleció en un salto, durante un ejercicio. “Son golpes que da la vida”, dice con pesar. Wilson no ha tenido inconvenientes al saltar “y espero que siga así, Dios mediante”.
Tex Montesdeoca, otro de los paracaidistas que participa en el evento organizado por la escuela de salto SkyDiver, no ha tenido igual suerte que el marino. Él, hace 15 años, recuerda cuando el equipo principal no se le abrió. “Tuve que utilizar el emergente. No me puse nervioso, solo seguí los procedimientos y listo”, dice Tex, quien empezó a saltar hace 20 años, cuando hizo el servicio militar. Tras pasar el curso en el Ejército, este santodomingueño decidió que la vida militar no era para él y como civil se especializó en paracaidismo en Estados Unidos, República Dominicana y otros países.
Tex lleva más de 4.500 saltos y afirma que cada vez que está en la puerta del avión para lanzarse, siente miedo, igual que la primera vez que realizó esta actividad, en Quevedo. “En cada salto hay miedo, así como en el primer día. Si alguien dice que no tiene miedo, está mintiendo”.
Para John Gómez, exmilitar que ahora es profesor de salto, el lanzarse con una persona que nunca ha realizado paracaidismo es una experiencia motivante, ya que “el instructor debe dar seguridad. Cuando vamos en el avión los incentivo, les digo que sigan mis indicaciones y que nada les pasará”. Hace cinco años, en Portoviejo, llevó a volar a una señora de más de 70 años.
“Tuve ese privilegio. Su historia salió en una revista a nivel nacional”. Este experto en el aire lo primero que hace en cada jornada de lanzamiento es pedirle a Dios que lo guíe.
“La sensación de descender es lo más precioso. Uno realmente vuela, no como dicen los drogadictos que vuelan… eso simplemente son alucinaciones; acá se vuela realmente, se pasa por donde están las nubes, se disfruta con el paracaídas sin abrirlo y se desciende en caída libre”.
Esa sensación de libertad es justamente la que sedujo a estas personajes a tomar la decisión de saltar de un avión en caída libra a 200 kilómetros por hora. Todos estos expertos concuerdan en que más personas deberían de lanzarse y volar. (I)
Manta brindó a los paracaidistas un espectáculo visual de primer nivel. El área de lanzamiento fue sobre el puerto y el destino la playa de El Murciélago. Foto: Skydiver / Norman Kent