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El Telégrafo
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Walter Páez soñó con una calcografía nacional

El martes y miércoles, en la sala de velaciones de la Junta de Beneficencia, fue expuesto su trabajo.
El martes y miércoles, en la sala de velaciones de la Junta de Beneficencia, fue expuesto su trabajo.
Foto: Jéssica Zambrano / El Telégrafo
06 de octubre de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

Walter Páez (Quito 1950-Guayaquil, 2016) creía en la tierra, en el recorrido de su naturaleza, en su transición y justicia. Estudió Agronomía en Tenguel. Allí se hizo querer por la gente, conocía sus pasos, su descendencia y reconocía ser el serrano que llegó a habitar la ciudad de otros para hacerla suya.

Cuentan que salía a cazar con sus amigos en esas tierras que entonces parecían vírgenes e inacabables. Diez años después de graduarse como ingeniero quiso dedicarse a ser artista.

Páez conoció el mundo del grabado en un taller del autor del barroco guayaquileño, Hernán Zúñiga. Entonces, los recorridos que hacía de la naturaleza los vaciaba de frascos de químicos para llenar telas con su imaginación, con su propia creación.

“Era un mago”, dice Rubén Medina, un mexicano que llegó a tomar clases con Páez y se quedó con el pendiente de montar una exposición que habían planificado. Él y Carla Bernal fueron sus últimos alumnos.

Ella llegó al ‘mítico’ taller de Páez un día antes de cumplir los 18. Esa fue la primera vez que vio un grabado, pues el taller tiene las paredes repletas de ellos en todos los formatos. El primer día, sentada en una de las mesas y rodeada de cuadros de creaciones individuales y distintas entre sí, Páez le dijo a Carla que creara algo. Sin saber bien qué hacer ni qué molde seguir, pasó tres horas intentando dibujar a su hermano menor. Ninguno de  los hombres que abundaban en el taller la miraban. “Tranquila, que nosotros somos bandidos pero buenas personas”, le dijeron antes de su ingreso.

Al término de la primera semana no quería volver. El grabado le parecía un trabajo demasiado complejo para entenderlo. Luego de dos años de días enteros en el taller de Páez, arriba de lo que fue el Gran Cacao, aquel bar que rememoraba una época en la que el país no dependía del petróleo, sino del fruto de la tierra, Carla estaba por presentar su primera exposición con un trabajo sobre la ciudad y el arte circense que guarda la urbanidad.

“Me da miedo hablar en público en mi exposición, ¿a usted no le ha pasado?”, le preguntó a Páez. “¿Miedo? En las revueltas de un país sudamericano nos metieron presos por comunistas. Nos dejaron tres días en una celda repleta de agua hasta la barbilla. Esa fue la única vez que tuve miedo”, le contestó Páez. Carla aprendió de su maestro que el miedo es algo demasiado grande como para dejar que te intimide fácilmente.

Walter Páez fue comunista, rojo, socialista científico. Formó juventudes  a favor de la equidad y la justicia. “Too little, too late quiere decir algo así como ‘qué pequeño y qué grande’, porque hagamos lo que hagamos ahora nunca va a ser tan importante como todo lo que hizo Walter Páez, pero eso no quiere decir que vamos a dejar de hacerlo (buscar la justicia). Hoy hemos convocado la pasión de un socialista revolucionario como él”, dijo uno de sus “favoritos”, su sobrino León Sierra Páez, frente a la gente que llegó a despedir a su tío.

“Walter quería una calcografía nacional, y ya lo hizo, tenemos que continuar. La calcografía nacional, que tiene que llamarse ‘Walterio’ (como lo llamaban sus amigos) Páez, es la posibilidad de replantear todos nuestros símbolos. Walter era pura vida y era un jodedor. Este es mi homenaje a quien me jodió la vida para siempre, yo me lo llevo en mi corazón rojo”, dijo Sierra, vestido del mismo rojo que la bandera que arropaba el féretro.

“Si hay que callar, no callemos, pongámonos a cantar; y si hay que pelear, peleemos, si es el modo de triunfar”, cantó uno de sus amigos con la guitarra, rodeado de sus grabados. Allí, sus últimos discípulos se pararon a confesar lo que fue Walter Páez para ellos. Padre. Amigo. Rebelde. Justo. Recordaban que decía que “hay que joder a todos menos a los amigos”. Y allí prometieron que harían renacer su taller.

Sus hijas, Lupe, quien vestía de negro, y Amanda, que llevaba puesta una camiseta de su padre con la leyenda ‘Zapata vive’, han considerado mantener su taller abierto. “Él pidió siempre que se mantenga con su familia como ha sido hasta ahora, de forma independiente”, dijo Lupe.

Hace tres meses le diagnosticaron cáncer. Ya enfrentaba a la diabetes y había aprendido a vivir con ella. Pero el cáncer lo destrozó. En los últimos días había pasado entrando y saliendo del hospital. A ‘Cablito’, el hermano de Carla, le había regalado una de las radios antiguas que coleccionaba. El pequeño mencionaba que era una máquina del tiempo. Walter Páez le había dicho que funcionaba mejor mientras dormía. Uno de esos días tuvo una pesadilla con el futuro y estaba esperando a que Páez se recuperara para que la arreglara y poder viajar en el tiempo como debía.

Tras una visita a Quito, donde solo retornaba por su familia, para visitar a su madre, su salud volvió a caer.

Él pidió que lo regresaran porque quería morir en Guayaquil, la ciudad del río en la que aprendió a militar y vaciar químicos para crear su propio universo.

“Los hombres como Walter Páez no mueren. Sus ideas se transforman a pesar de que la naturaleza lo haya vencido”, dijo uno de sus amigos militantes en su despedida.

Ahora Walter Páez se convertirá en cenizas, en memoria esparcida sobre el Salado, Durán y Tenguel. (I)   

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